jueves, 24 de febrero de 2011

Ensoñación


En la calle Aristide Briand, esquina con Camot, se encuentra el Café de Batignolles, con una decoración reciente, sin embargo mantiene cierto sabor tradicional, cierto buque, que le dota de una ambientación agradable, en cuanto a entorno, y también a lo que llamaríamos atmósfera. El suelo de tarima, los cristales acidados y esa sempiterna niebla parisina, fina y delgada son el complemento por el que el Batignolles puede ser la resultante de lo evocador y lo genuinamente parisino. Esa mañana sin ser muy diferente si tenía cierto aire especial, sería el compás de la tarima cuando dos son los componentes, el cuero de los zapatos y el taco de goma de las muletas; café y dos tostadas, el camarero no se llamaba Bertrán, se llama Karín, eso me gusta mucho de la laica Francia, eso y que el día de nochevieja el metro sea gratis toda la noche hasta el midi del día uno. Cierto grado de humedad, el ronroneo de las conversaciones en las distintas mesas con el repicar de las cucharillas, o tal vez el no pertenecer a este horario, el no ajustar ese maldito reloj de arena que tiene que marcar almuerzos a las doce y cenas a las siete, pero había un aire especial. Juliette se retrasa, habrá perdido el metro de las 8.40, tampoco es una novedad, ayer casi no llegamos a la filmoteque y se supone que yo soy el lento, pero todo lo suple con el encanto de sus grandes ojos azules, y sobre todo, esa mezcla espontánea de las dos partes del Pirineo, aunque confieso que ese culto a la impuntualidad me molesta, no pienso decirle nada –si no es estrictamente necesario – por lo demás es encantadora.

No hay mucha gente en el Batignolles, pero si la suficiente para que la banda sonora de todas las conversaciones, sirva de un acompañamiento en absoluto estridente, más al contrario, agradable, debo concluir que me gusta.
 Karin no tiene los ojos grandes (el también es resultado de dos mezclas interesantes), pero salvo una piel brillante, nada más destaca en apariencia, tiene una sonrisa muy agradable y es atento, eso es de agradecer, puntualmente pone el café sobre la mesa y las tostadas. El pan francés es adorable, tiene ese punto de sabor, ese crujir en tu boca, que te hace afrontar el día con buen humor, no hablemos de la mantequilla he recuperado viejas costumbres, no me he resistido a dividir la pequeña porción en cuatro partes, primero una, cuando se termine, las demás – he de advertir a Juliette- su retraso empieza a ser considerable.



Con el paso de los minutos, algo me devuelve a la noche anterior, es un titular de Le Monde, Parisiens peu de sommeil (Los parisinos duermen poco), intento analizar las razones. ¡Que novedad!, yo analizándolo todo, me doy cuenta que duermo bien, que duermo cuando todo está oscuro, pero que soy adicto a la ensoñación, quizás a un sueño concreto. Ese sueño que suele comenzar con un abrazo, que suele continuar con un susurro y que no termina, porque cuando hay una trama felina, no hay final, es como una circunferencia hermosa, todo retorna a un principio y a mi me da por no analizar nada. En ese plano diferente espero la entrega, la cierta rendición consciente que algunas serán las condiciones, la calidez que cada momento sustenta un lecho de certezas y destruye una pared de conjeturas. Hay otros sueños, me han hablado de ellos incluso he estado alguna vez allí, suelo visitar salones y torres, pero en este hay una llama que al arder torna oscuro todo el perímetro, como custodiando la pasión que allí se enciende, tal vez hace tiempo empecé otro libro y ahora estoy dispuesto a retomar más capítulos, aunque toda ayuda es buena.

El café está buenísimo, he concluido con el minúsculo cuadrado de mantequilla, puedo continuar. Pensando en la noche, no me he dado cuenta que el Batignolles se ha llenado de gente, bueno en realidad son dos  o tres personas más, a simple vista me parecieron muchas. ¡Por fin llega Juliette !. Entramos en el clásico, « que si he perdido el metro de las ocho cuarenta », « que si tenía un zapato con rozaduras », eso y sus grandes ojos azules.

¿Te gustó la película ?,..... sí  mucho, ya sabes que soy un Vampiro con muletas, rindo culto a Nosferatu y al pianista, más al pianista por la parte terrenal....... ¿Qué deseo le pedirías al Vampiro ?.....Creo que volver a bucear, es lo que más me seduce, pero el Vampiro ya ves en que convierte el barco. Yo también era ese barco, pero no se si estos son los astilleros adecuados, pienso que me equivoco no eligiendo el mediterráneo.


¡Me encanta tu camisa!. Confieso que miré a Juliette con cierto desden ; como no le iba a gustar, me la compré con ella y confieso que no era la elección que más me apetecía, pero la ciudad tiene armas poderosas, y hasta que se descubren, pasa el tiempo y te compras una camisa de cuadros malvas y azules, eso si, de Yves Saint-Laurent no es Rabane ni Dior, ni tampoco Adolfo Domínguez. Es Yves Saint-Laurent. Juliette me propuso ir a comer cerca de los jardines de Luxemburgo, en realidad, íbamos a ver una exposición sobre Haussmann a la Escuela de Arquitectura, estaba cerca.

¡ Quiero un sitio tranquilo !, donde podamos hablar sin ruidos, y ya sabes que no me agradan en exceso los italianos, ¡ah ! y luego me gustaría que viéramos la Librería de Mézieres, el otro día fuimos a ver la tienda de alfombras y no nos dio tiempo. Juliette cambió la mirada, sus ojos azules, incluso en un primer destello parecían grises, de  repente cambió el gesto, su reflejo no era ya un gesto de enfado como percibía segundos antes, puso esa cara de gran dama, tan familiar, que me ha acompañado casi toda mi vida y con una firmeza templada se limitó a decir : ¡En ocasiones eres tan versallesco Jorge !

Jorge

miércoles, 23 de febrero de 2011

Oscuridad


Una mañana despertarás con una extraña sensación. 

Descubrirás que tu cama se mueve, se balancea ligeramente. Al principio te marearás, te sentirás desorientado. Abrirás los ojos para descubrir la oscuridad. No te asustará, por supuesto. No sólo estarás desde hace siglos acostumbrado a ella, sino que a ti te gustará, te reconfortará, porque de la oscuridad nace todo. La oscuridad no es un sumidero, porque la oscuridad representa cualquier cosa. La luz ciega, hace daño, mientras que la oscuridad te envuelve... pero sólo si ella quiere, tú no mandas sobre ella, es ella la que decide. Y si ella te rodea, nunca lo hace de manera agresiva, siempre lo hace seduciendo sutilmente. La luz dibuja contornos, formas, colores. Su discurso es claro y objetivo, es lo que es, no hay más. La oscuridad es ambigua, llena de interpretaciones, de sabores, de recuerdos. Los que tú quieras.

La luz es el cuadro. La oscuridad es el lienzo.

No podemos cambiar lo que vemos, pero sí que podemos cambiar lo que todavía no vemos. O al menos intentarlo. A veces pienso que la palabra intento debería ser, en determinados contextos, sinónimo de imaginación. O de ilusión. O de amor.

La oscuridad es una niebla con personalidad propia. Y tú entonces serás como el ciego, que se siente seguro en la oscuridad, porque se acostumbrará a ella, porque no le quedará más remedio, y hasta le sacará partido. Aunque en tu caso no será por obligación, sino por una mezcla de juego y consentimiento. Ya me contarás otro día qué pacto hiciste con (o contra) la oscuridad.

Entonces, todavía tumbado en tu extraña cama, extenderás la mano hacia ella, hacia la oscuridad. Te gustaría acariciarla despacio, pero no lo conseguirás. Porque en cuanto muevas tu mano hacia el techo, chocará contra algo extraño, frío y duro, que en principio no reconocerás. Lo palparás, tendrá el rotundo tacto de la madera, sonará como la madera, olerá a madera. Pensarás que estás encerrado en una especie de ataúd, empujarás asustado la tapa con fuerza y algo de rabia (tú y tu inconformismo), verás que te cuesta abrirla, pero notarás que poco a poco cede lentamente, y que cuando lo logres, de repente un poderoso rayo de luz te cegará...

Porque no estarás en un ataúd, ni habrá tapa alguna que levantar. Será un armario. Estarás en el mismo armario en el que se guardan todos los recuerdos de tu infancia. Un armario que estará flotando abandonado sobre el mar. Fue el balanceo de las olas tu despertador. Y será la puerta del armario la que habrás abierto golpeando al mar con un sonoro chapoteo, muy parecido al de una bofetada. 

Sí, tú flotarás en tu armario sobre el mar. Flotarás como tu mano. Porque será tu mano la que flote, no la mía. Apoyado en el armario, la dejarás caer sobre el mar, pero no toda ella, sólo los dedos. Las olas subirán y bajaran muy levemente durante horas, el mar estará calmadísimo, te lo garantizo, y apenas notarás las variaciones del nivel del agua en tus dedos, pero ahí estarán, créeme. 

Y eso a ti siempre te ha gustado, estoy seguro.

Entonces mirarás al horizonte, cerrarás los ojos para recuperar la oscuridad y te dejarás llevar, navegando en tu armario sobre el infinito. 

Y sin saber por qué, serás feliz cuando llegue la noche. Porque los colores previos del ocaso son majestuosos, soberbios, continuamente dicen "estoy aquí". Pero luego llegará la noche, y la luna se burlará de los colores del día. Porque lo que prometía ser eterno desaparecerá en un instante. Y porque, ¿acaso no tendrá más valor una pequeña fuente de luz en medio de la negrura, que otra inmensa gobernando los cielos durante el día? Verás. Verás como en unos minutos la sangre del ocaso, que juró quedarse para siempre sobre el cielo, se habrá esfumado. Porque habrá llegado ella: la noche, la oscuridad, la negrura. La verdadera Emperatriz del cielo. 

De ese cielo que tanto amas. 

De ese mismo cielo... que yo también amo.

Lo reconozco.



lunes, 7 de febrero de 2011

Delirio


No me gusta viajar porque me da miedo que todo lo que conozco haya desaparecido al volver. La solución sería viajar eternamente, no volver nunca (o quizá sería precisamente un eterno retorno), pero yo ya tengo raíces echadas, la mayoría de ellas sin querer, y como animal racional-pasional que soy, no puedo deshacerme de las raíces aunque quiera. Soy muchas cosas, pero no un árbol andante.

Prefiero descubrir los detalles de lo que tengo cerca. Siempre hay otro detalle nuevo, a veces la rutina -palabra denostadísima y prostituida hasta la saciedad- es esa flor que sostiene el enamorado, deshojándola para saber si su amada le quiere o no le quiere, solo que con la rutina pasa que hay infinitos pétalos y nunca sabes la respuesta, y eso no sé si es bueno, pero a veces es entretenido no tener la certeza de algo. Ése es justo el problema, que la gente confunde "rutina" con "certeza".

Mucha gente que viaja no conoce lo más próximo, es más, muchos presuntos viajeros ni siquiera se conocen a sí mismos. Y al fin y al cabo el alma es algo de lo que no nos podemos alejar, por mucho que viajemos. No obstante, viajar te da una valiosísima visión general de las cosas, eso es cierto, aunque mi método es más bien ir de lo particular a lo general (aún estoy en la primera fase), mientras que otros optan por ir de lo general a lo particular (¡ya verán la que les espera, ya!).

Cuenta la leyenda (mentira, lo cuento yo, pero queda más prosaico) que existe un palacio de alabastro construido en la cima de una montaña en algún lugar del mundo. Está situado en una isla en medio del Océano, en algún lugar entre el archipiélago europeo-asiático-africano y esa enorme isla llamada América. O no. El caso es que sólo puede ser visitado en sueños, pues únicamente puede entrarse en dicho palacio cuando uno no desea hacerlo, cuando se le ha olvidado cómo llegar, y de sobra es sabido que olvidar -como amar- es algo totalmente involuntario. Por algo será.

Una vez llegas allí, te recibe la Guardiana. Es una mujer anciana que te abre cada una de las estancias del palacio si lo deseas, o al menos eso creo, porque nunca le he dicho que lo haga. Lo sé porque de su cintura cuelga un llavero que tintinea rítmicamente a cada paso que da, y ésa es otra cosa que no entiendo, porque cuando ella camina, no se mueven sus piernas. Su falda es tan larga que no se le ven los pies, y sin embargo nunca he visto que se la pise. Ella se limita a deslizarse, pero qué más da eso ahora...

El caso es que en el palacio hay una torre, y desde la cima de la torre pueden verse a la vez todos los amaneceres y atardeceres que quieras. De pequeño, cuando iba allí, miraba ansioso al horizonte y luego corría al otro extremo de la torre para asomarme al otro lado, porque pensaba que cuando el sol se escondía, aparecía al instante por el otro lado del mundo. Sí, yo era de esos niños que ninguneaba la luna, quizá por eso ahora la venero, aunque ella siempre haga como si le diera igual, y por eso me gusta tanto. Al Sol hay que serle fiel, a la Luna hay que amarla. Es diferente.

Cuentra otra leyenda (lo sé, no he acabado la primera, pero ya veréis, de momento dejadme hablar), que en una calle de París, en algún lugar entre las calles Anatole France y Voltaire, vive el Mensajero. Tú hablas con él, o le miras, o le escuchas, y parece una persona normal, con sus ojos y sus deseos y sus heridas, pero no lo es. Porque el Mensajero tiene varios relojes de arena internos a los que da vueltas aunque nunca acaben de vaciarse, porque de vez en cuando le sorprendo en ese gesto tan felino de revolverse y morderte en mitad de una caricia, porque es elegante hablando hasta el punto de aturdir (elegante en el sentido de tener estilo propio y muy bien definido), pero sobre todo porque, sabedor de su bagaje, a él, en cierto modo, no le hace falta viajar. Le pasa como a mí.

Coincidimos hace poco -nada- en una velada en el palacio. Me sorprendió verle en la azotea de la torre.

"¿Qué haces aquí?", le pregunté.

"Nada, o esperarte. Es lo mismo", dijo.

La Guardiana, que me había conducido hasta la azotea, agachó entonces la cabeza y comprendió que queríamos estar solos. Se limitó a desplazarse (emplear la palabra "andar" sería abusar del verbo) hacia una mesa cercana y verter en dos vasos -que ni siquiera llegamos a tocar- el contenido de un frasco de cristal. Dejo en vuestra mente adivinar quién cogió qué vaso.



"Deseo tanto que llueva", me dijo el Mensajero. "Tanto..."

Le iba a preguntar por qué, pero me pareció tan absurdo, que me limité a mirar donde él miraba, cosa que todos hacemos a menudo, no sé muy bien por qué. Cuando alguien está triste, miramos donde él mira, quizá para comprenderle y compartir su dolor, pero en realidad deberíamos mirarle fijamente, penetrarle con la mirada, hacer que arda su dolor por dentro, como esos intensos rayos de luz que, dirigidos durante un tiempo hacia el mismo punto, provocan, a base de ser plastas y pesados, esa clase de llama que todo lo revoluciona sin el menor rastro de piedad. Así pues, me equivoqué y no le miré a él sino al horizonte, donde justo en ese instante el Sol desaparecía, como cada día, como cada noche.

Entonces pensé que de niño, en esa situación, me habría dado la vuelta al instante y habría corrido en busca del otro Sol. Pero ya no era un niño, y además....

Y además, me di cuenta que aquel había sido el final del último día de la Historia de la Humanidad.



Pierde la vida
su manto azabache
sobre tu alma