lunes, 8 de agosto de 2011

Exámenes


Como si de espejismos en el tiempo se tratara, casi todos los veranos de mi adolescencia se me aparecen ahora borrosos, poco definidos. Eran tan solo pausas largas, descansos entontecedoramente calurosos entre dos trasiegos estudiantiles. Yo acababa el curso con muchos esfuerzos y pocos problemas, y cuando echaba la vista hacia atrás, sobre los nueve meses que duraba nuestro "período laboral" (como lo llamaba Miguel por aquel entonces), no me sentía especialmente satisfecho de haber superado otro año más. Desde siempre he tenido cierta tendencia a observar con más detenimiento lo que me queda por hacer que lo que ya llevo hecho, por lo que, por lo menos mientras fui joven, nunca encontré ningún tipo de placer en dar por terminado otro curso escolar. Sí que hallaba, en cambio, un más que necesario alivio, sobre todo por la perspectiva que suponía tener por delante todo el tiempo del mundo, aunque fuera concentrado en tres meses de ocioso verano, o por perder de vista la cordillera de apuntes sobre mi mesa y sustituirla por un liso y relajante paisaje playero.

El último día de cada curso era sensiblemente diferente al resto. Era un día extraño, en el que íbamos a clase sólo para recoger un boletín blanco, una cartulina pequeña, donde aparecían las notas de las asignaturas, y en menos de una hora, yo ya estaba de vuelta en casa. Daba hasta miedo ver que tanto tiempo, tantas experiencias, tantas hojas de apuntes escritas y luego leídas y luego releídas y luego memorizadas hasta la saciedad, pudieran verse resumidas en aquella simple cartulina. A mí siempre me dejaba cierta sensación de vacío el reconocer que al fin y al cabo todos los detalles de mi actitud durante el curso se reducían a diez palabras, una por cada asignatura. Y nada más.

Era un día totalmente fuera de lo común. Para empezar, aquel día íbamos al instituto sin mochila, sin equipaje de supervivencia, nos sentíamos casi sin ropa, como desnudos de obligaciones. La espalda era libre, Miguel y yo ya podíamos andar erguidos, no medio encorvados. Recorríamos el trayecto casi en silencio. Habíamos acabado los exámenes, habían pasado las fechas en las que la norma era acostarse muy tarde, levantarse muy pronto, comentar nerviosamente, durante la ida, por la mañana, aquel párrafo incomprensible de Nietzsche, la resolución de alguna ecuación, o de algún rebuscado problema de Física, hacer los correspondientes exámenes, y durante la vuelta, por la tarde, volver a casa discutiendo sobre la tercera pregunta del examen, las opciones de algún test bastante traidor, o el problema aquel al que no habíamos respondido más que con titubeos numéricos e hipótesis desafortunadas, donde la única que tendía a infinito era la improvisación, y el papel le hacía sentir a uno como un actor con amnesia crónica en medio de una obra de teatro que, decían, era más o menos fundamental para el futuro. 

La tensión de mi yo-estudiante-pre-examinante (otra etiqueta inventada por Miguel, muy aficionado a enlazar palabras) la recuerdo como la confusa unión de tres voces simultáneas que me hablaban sin parar: una, la primera, que a su vez eran muchas, la de todos aquellos profesores leyendo dentro de mi cabeza, en mi habitación, mis apuntes, escritos con mi letra, con mi bolígrafo... pero leídos con SU voz. Me hablaban en presente si de ciencias se trataba: "esto es así porque tal y porque cual", o en pasado en lo que a humanidades se refería: "esto fue así porque tal y porque cual", y siempre con la misma entonación exacta, precisa, que aún no he podido olvidar. La primera voz era el conjunto de todas esas voces, y la segunda voz sí que era mía, demasiado mía tal vez, pues era la voz de mi conciencia, que me indicaba todo lo que tenía por aprender aún, y que sin duda era alimentada por las furtivas miradas hacia dos montones de folios, el que ya me había estudiado (y que me proporcionaba inseguridad y un sinfín de dudas acerca de si realmente entendía lo que tenía que entender, dudas que aún hoy todavía mantengo...), y el otro montón, el que todavía me quedaba por estudiar, que no hacía sino provocarme miedo, y a la vez la total certeza de que en el examen en cuestión, una de las preguntas estaba completamente respondida en aquellos papeles tan preocupantemente vírgenes aún para mi entendimiento. Por último, por si fuera poco, al final del pasillo, la tercera voz de toda aquella ceremonia nocturna. Y ésta, más que voz, era todo un rugido animal: los ronquidos de mi padre, tan rítmicos como molestos, que venían a ser como el extraño tic tac de un reloj que no podía ser sino insoportable. Definitivamente, la infinita repetición de un ronquido no era la mejor manera de recordar el paso del tiempo a lo largo de aquellas noches de concentración.

Alumbrado bajo la luz del flexo (otro síntoma de mi responsabilidad), sobre mi mesa, aparte de folios, bolígrafos, bolas de papel arrugado, reglas, mi viejo compás y la obediente calculadora científica (ahora injustamente desterrada al olvido en el fondo de algún cajón), también estaban las provisiones de madrugada: un paquete de galletas a veces, donuts en ocasiones, patatas fritas de cuando en cuando, algún refresco, o cualquier otra excusa para desvalijar la despensa, que a su vez era la excusa para descansar las neuronas, ejercitar las piernas, y notar la extraña sensación que supone el estar, de alguna forma, secretamente unido con todos los compañeros de clase, con los amigos y con los menos amigos, con todos, que, aunque no presentes, seguramente estaban haciendo lo mismo o algo muy parecido en aquellos momentos.

Curiosamente, me acordaba de ellos en mis escapadas justo en el momento de abrir la nevera. No entiendo por qué la primera vez fue así, pero así fue y creo que no pudo ser de otra manera. Recuerdo que vi el rostro de Miguel estampado en la tapa de unos yogures. Miguel tenía un semblante realmente simpático, casi de dibujos animados. Tenía unos ojos sonrientes, una boca sonriente, una cara sonriente, muy infantil. El dibujo en cuestión (una fresa, como no, sonriente, montada en el lomo de una vaca mas bien inexpresiva, como todas las vacas, supongo), me hizo recordar, sin quererlo, una ocasión en la que Miguel se puso colorado de vergüenza. Fue en clase, una mañana en la que todos no dejábamos de hablar de nuestras cosas mientras la profesora daba clase de Geología. La profesora, que no le caía precisamente bien a mi compañero ("Se toma tan en serio la Geología que habla para las piedras", decía), le llamó la atención:

- Pero Miguel, ¿quiere usted callarse?

A lo que Miguel respondió:

- No.

Aquel "No" fue pronunciado como un "Pues no me da la gana". Porque Miguel, además de sonreir mucho, es de esas personas que a veces dice algo sin querer y luego se da cuenta. En aquel caso, la negación le salió del alma. Todos, incluida la atónita profesora, nos dimos cuenta de ello antes que él, y seguramente por eso mismo la piel de su cara adquirió una tonalidad granate. Parecía un rubí. Avergonzado, se vio obligado a sonreir ingenuamente. Y la profesora, al contemplarle, dio por ganada la batalla moral y siguió explicando como si nada. Miguel siguió sonriendo, pero no abrió la boca hasta que sonó el timbre. 

Desde entonces, siempre que yo estaba en época de exámenes, cuando abría la nevera para comer algo, el frescor, la pequeña bombilla y el ruido del motor, todos juntos, eran los perfectos estímulos para que yo recordara los rostros de diversos compañeros míos, primero el de mi amigo Miguel (sobre todo si había yogures de fresa), que recorría la pradera a lomos de una vaca, diciendo "no" sin cesar, y después el del resto, todos con los codos apoyados sobre la mesa de su habitación, el ceño fruncido, los dedos jugueteando con el bolígrafo, o tamborileando sobre la mesa, o, tecleando en la calculadora, o en el caso de los más perezosos, sobre el mando a distancia. Parece mentira como la mente puede asociar pequeñas ideas, aparentemente sin relación alguna, y como la costumbre se encarga de hacer de ellas un hábito bastante difícil y embarazoso de explicar en ocasiones. Pero así es, ahora en mi mente tengo enlazados los exámenes con los yogures en la nevera. Las costumbres a veces surgen de pequeñas tonterías sin importancia.

El último día, como digo, dejábamos atrás toda preocupación, y durante el camino al instituto, Miguel y yo no teníamos nada mejor que hacer que disfrutar del sol, mirar a la cara a las personas, pero viéndolas, no viendo la tabla periódica de los elementos o el busto de Séneca, o la libertad guiando al pueblo, y escuchándolas, no oyendo la segunda declinación o los verbos irregulares de la conjugación inglesa. De repente, todo lo que veíamos se nos presentaba extraordinariamente sencillo, sin significados ocultos. Gente tal cual. 

No sé si sería la ligereza del inexistente equipaje escolar, la ansiedad por conocer las notas definitivas, o la acostumbrada prisa de las últimas semanas, pero el último día siempre recorríamos el camino casi en la mitad de tiempo de lo habitual, hasta que nos dábamos cuenta de que ahora lo que había que aprender era a dejar la velocidad en casa, a ser posible, en algún bolsillo de la mochila abandonada. 

Entonces llegábamos a clase, tras atravesar pasillos llenos de otros adolescentes contentos y en manga corta. Todos triunfadores sobre el tiempo, comentando los planes para el verano. Si hacía poco tiempo estábamos en la tensión obligada, ahora llegaba la hora de la diversión obligada, independientemente del número de aprobados o de suspensos. Julio y Agosto eran meses para divertirse, quisiera uno o no. Septiembre, en cambio, era un mes para seguir divirtiéndose en algunos casos, o para estudiar de nuevo, en otros. Todos teníamos en común sesenta días de vacaciones como mínimo, y no podíamos sino manifestarlo.

Miguel y yo entrábamos en clase, y veíamos a los demás, en grupos, como siempre, sentados sobre la mesa unos, o de pie en pequeños círculos otros, o en cualquier rincón, amontonados todos en torno a hogueras invisibles, las del compañerismo. El nerviosismo de saber las notas, que nadie quería hacer patente pero que todos en su interior sentían, se acercaba hacia nosotros en forma de tacones de profesora madura, abrazada a cuarenta cartulinas blancas perfectamente dobladas y no tan perfectamente firmadas, eso sí, todas ellas coronadas por el rostro serio y más bien decepcionado, aunque sereno, de la tutora en cuestión. 

Por orden alfabético (el más absurdo que he conocido jamás), íbamos recibiendo nuestras sentencias, y la profesora lograba el mayor silencio de todo el año en aquel momento, justo cuando ya no lo quería para nada. Los ojos de los alumnos recorrían atentamente las diez líneas, releyéndolas continuamente para ver si, una por una, las notas eran las esperadas o si había sorpresas de última hora. 

Ni Miguel ni yo Sobresalíamos nunca en nada, ni siquiera éramos personas Notables, por no ser, no éramos ni hombres de Bien. Miguel y yo éramos siempre Suficientes en todo. Siempre. Una vez él sacó un sorprendente diez en el renacimiento, y yo otro (más sorprendente aún) en estática de fluidos, pero esas pequeñas medallas tan sólo sirvieron para promediar favorablemente a final de curso nuestros posteriores fracasos en Historia y Física, respectivamente. Me hizo gracia que, más tarde, Miguel dijera al respecto de sus notas: "la culpa de no sacar mejor nota la ha tenido la maldita revolución industrial", mientras yo asentía y pensaba lo mismo sobre el maldito electromagnetismo y la maldita química orgánica. 

Entregaba el boletín en casa ante la siempre condescendiente sonrisa familiar ("Muy bien, todo aprobado, no está mal", me decía mi padre, "¡Ay! Qué mayor estás ya...", me decía mi madre, "¿Fuficiente?", me decía mi hermana pequeña). Nunca me asustaba tanto ver a mis padres ponerse las gafas como aquel día. Siempre lo he aprobado todo antes del verano, pese a que durante el curso muchas veces suspendía. No podía evitar tener miedo por si mis notas no les parecían buenas. 


Zanjado el problema académico, la primera semana de vacaciones siempre la pasaba acostado, "en plan inválido", como me decía Miguel cuando venía a casa a aburrirse conmigo. Yo me despertaba a las once de la mañana, desayunaba cualquier cosa, volvía a mi habitación, y, todavía en pijama, me volvía a tumbar sobre mi cama, eso sí, con la persiana ya subida. La única diferencia era la luz. No quería volver a dormirme, simplemente quería estar acostado, enchufarme al walkman... y ponerme las gafas de sol. Mi madre me miraba con cara rara cuando entraba en la habitación para avisarme de que ya era la hora de comer, y me encontraba todavía tumbado, holgazaneando, mirando al techo, con una pierna apoyada sobre la otra en ángulo recto, los pies moviéndose en círculos al ritmo de la música, aquellos estridentes zumbidos surgiendo de mis vibrantes auriculares, y, encima, con las gafas de sol puestas. 

- Pero, ¿por qué te pones esas gafas para hacer el vago? Anda, ¡levántate y a comer!

Y yo me levantaba e iba a comer. Y después de comer, volvía a acostarme con mis gafas para hacer el vago.

No me era fácil no hacer nada. Siempre aparecía alguien que me recordaba que había que hacer algo, comer, responder al teléfono, cenar, salir a dar una vuelta. Quizás todos lo hacían por pura envidia, o porque se sentían en la obligación de llamarme la atención y recordarme que el mundo todavía seguía fuera de la habitación, como si en algún momento se le pudiera llegar a olvidar eso a alguien. 

- ¡Si ya lo sé! Dejadme todos en paz... - decía yo.

Yo ya lo sabía. Ya sabía que el mundo, sobre todo en verano, está por descubrir, pero no me apetecían ni mundos ni descubrimientos, me apetecía descansar, y no ser el nuevo Colón, y menos aún, ataviado con pijama y gafas de sol. 

Yo no me cansaba de descansar. Dejaba la mente muerta, sin llegar a dormirme. A veces cerraba los ojos y me imaginaba todo aquello que la música céltica, mi música, me sugería. Me veía a mí mismo cabalgando a lomos de un caballo blanco, en un día nublado, atravesando Irlanda de norte a sur. No tenía ni idea de cómo era Irlanda, pero ya sólo por su nombre, me imaginaba que debía ser una tierra verdaderamente hermosa, salvaje, y tremendamente solitaria y mágica. Me la imaginaba como un desierto verde sobre cielo gris, donde nunca dejaba de llover y donde yo, con el pelo empapado de agua fresca, me movía a toda velocidad por los caminos, a lomos de un pura sangre incansable, con un dominio absoluto de las riendas del caballo, desafiando a la tierra con un gesto altivo, la barbilla perfectamente elevada, la mirada siempre dirigida hacia el horizonte más cercano, los músculos de la cara en permanente tensión...

Estoy seguro de que, cuando uno imagina intensamente, cuando no está atento a nada, cuando deja la mente volar libremente durante un buen rato, si en ese momento alguien se fija en sus ojos con un poco de atención, puede llegar a averiguar perfectamente qué pasa por su cabeza. Pueden engañar los gestos, la sonrisa, incluso la voz puede falsearse adecuadamente, pero no la mirada, porque mantengo la teoría de que la mirada está emocionalmente mejor conectada con el cerebro que el resto de los sentidos. El tacto, el gusto, el oído, el olfato, al fin y al cabo son reales, no podemos tocar ni saborear cosas que no estamos tocando ni saboreando. Sí que podemos llegar a escuchar determinada música o incluso percibir algún aroma aunque no estén presentes, pero no con el nivel de detalle con el que podemos sentirlos si uno se lo propone. Por eso me ponía las gafas de sol. Me daba vergüenza que alguien entrara repentinamente en la habitación y me mirara, y que al mirarme, pudiera leer en mis ojos todo lo que yo imaginaba en ese instante, y se riera de mis leyendas y fantasías infantiles que no llevaban a ninguna parte. O que, como mucho, llevaban tan sólo al sur de Irlanda. Y qué mejor que ocultarle a los demás mis visiones que cubriendo mis ojos con sendos fragmentos de oscuridad.

Todas estas precauciones yo las tomaba por miedo a que descubrieran mi universo. Y me sigue pasando. Incluso a la inversa, y siempre con resultados negativos: a lo largo de mi vida, siempre que he adivinado lo que pasa por la cabeza de alguien, ese alguien huye y se transforma en nadie. Se siente atacado, vulnerable, cuando no es mi intención hacer daño. Y a mí me da miedo hacer desaparecer a las personas, lo que piensan, lo que son, lo que en sus sueños quieren ser...