martes, 15 de junio de 2010

Cuentos inconclusos (I)

Cuando uno cierra los ojos para intentar no ver nada, ve la oscuridad, y cuando uno se tapa los oídos para no escuchar nada, lo que hace es escuchar el silencio.

Érase una vez un hombre que había olvidado cómo se sonreía. Rebuscó entre sus recuerdos pero nada de lo que le hizo sonreír en otros tiempos ahora le provocaba el más mínimo atisbo de sonrisa. Buscó la compañía lejana de los niños del parque, observó atentamente sus juegos y cómo se divertían, pero la felicidad espontánea de la niñez no es contagiosa a un adulto, porque madurar en cierto modo significa ser inmune a la ingenuidad. Miró atentamente los programas de humor de la televisión, vio de qué se reía la gente, pero no surtió efecto. Del mismo modo, contempló con detenimiento cada fotograma de las principales comedias clásicas del cine, y aunque los encontró interesantes, nada parecía hacerle el efecto deseado: sonreír. 

Tras una mala noche, cabizbajo, se puso a caminar sin rumbo una mañana por la ciudad. 

Una brisa traviesa tropezó con él, acariciándole la mejilla. 

Y fue ese suave e inesperado cosquilleo el que hizo volver a sonreír al hombre.




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