miércoles, 27 de junio de 2012

Viaje


No es que viaje muy a menudo en tren, pero hace poco fui a Madrid, y compartí varias horas junto a una persona que me llamó la atención.

Yo me sentaba junto a la ventanilla, y él junto al pasillo, a mi lado. Del mismo modo que a mí no me gusta sentirme inspeccionado, y menos por un desconocido, apenas le miré durante el trayecto, o al menos no tan directamente como cabría esperar de alguien con quien solo puedes tener un contacto mas bien indirecto.

Así que la persona que voy a describir no será mas que un conjunto de impresiones, miradas de reojo, leves aseveraciones y alguna que otra opinión personal. De hecho la mayor parte del tiempo que pasé mirándole, no fue a él, sino a su reflejo en la ventanilla, o al perfil del mismo mas bien. Parecía que devoraba el paisaje, que los campos de Castilla, las solitarias llanuras y los desolados terrenos fueran tragados por él de manera vertiginosa, y mientras yo simulaba tener la mirada perdida en el horizonte, no dejaba de preguntarme si miraba su reflejo o si en realidad su difusa figura estaba realmente fuera del tren, de alguna forma integrada en el paisaje. 

Durante  casi todo el viaje estuvo leyendo algún tipo de revista técnica especializada en restauración de obras de arte, o eso me pareció leer de reojo, sin embargo, durante todo el recorrido apenas pasó de página un par de veces. Supongo, por tanto, que esa revista era alguna especie de escudo social: por una parte quería que los demás le vieran "ocupado" y no le molestaran (y esa y no otra fue la principal razón por la que no crucé palabra con él aunque ahora me arrepienta profundamente, pero tengo la buena o mala costumbre -nunca lo sé- de ser más respetuoso con los silencios que con las palabras), y por otra era obvio que mi acompañante deseaba pensar en sus cosas.

Cuando el personal del tren repartió los auriculares para escuchar alguna soporífera película, pude mirarle con cierto detalle. Sus ojos miraban la revista, que descansaba entre sus piernas, acoplándose a sus muslos (de manera que era más que evidente que esa posición curvaba las páginas y dificultaba la lectura de su revista-escudo), y que tenía la mirada perdida. 

De alguna forma su mente viajaba, sin duda a mayor velocidad que el tren. Es por eso que llegué a plantearme si la celeridad con la que el paisaje era violentamente dibujado y luego borrado con la misma violencia por la ventana no era sino su mente proyectada sobre el cristal.

Es curioso el tipo de mirada que se dibuja en el rostro de las personas cuando miran sin mirar. Tiene algo de hipnótico, tanto para el que observa como para el que es observado. Uno queda atrapado en su mundo interior de forma tan categórica como inexorable. Y el otro en cierto modo se ve arrastrado por el mismo mundo. ¿Basta, por tanto, con perderse en sus propios pensamientos para atraer magnéticamente a los que somos de naturaleza curiosa e introspectiva?

En un momento dado mi compañero de viaje se levantó y fue al baño. Dejó la revista abierta sobre su asiento y se alejó con paso decidido y algo nervioso. Pude entonces ver que entre dos páginas de la revista asomaba un papel. Intrigado, tras asegurarme que nadie me miraba, estiré la hoja de una punta con los nervios de quien estira el lazo de un regalo navideño, hasta poder verla en su totalidad.



En la hoja había dibujado un espigón. Como si de terrones de azúcar se tratase, varios bloques de piedra de forma cúbica se apilaban sobre el mar. Al fondo, la brillante luz de un faro resplandecía, compitiendo sin demasiadas ganas con una indecisa luna. El dibujo daba la sensación de querer caminar a través de él, ir pisando con cuidado cada uno de los bloques, manteniendo el equilibrio hasta acercarse poco a poco al faro. Lo curioso del dibujo -siempre desde mi punto de vista- es que al contemplarlo, no es que uno sintiera que caminaba voluntariamente al faro, sino que sentía más bien la necesidad de acercarse a él, como si de alguna forma en lugar de ser un paisaje horizontal, fuera todo lo contrario, una especie de vertiginiosa caída vertical, un camino que uno recorre obligado por la gravedad. Es como si el dibujo fuera una especie de pozo al que asomarse, motivado por el deseo extraño de querer averiguar qué se esconde al final del mismo. Porque al fin y al cabo, a veces mirar es caer, algunas miradas no son mas que precipicios hacia un extraño mundo.

Sin darme cuenta, cogí el dibujo entre mis manos y lo miré más detenidamente. Me di cuenta que en una zona del dibujo, una figura parecía haber sido borrada. No pude fijarme más, porque al fondo del pasillo vi que se acercaba rápidamente el joven de mirada perdida y andares apresurados.

Como buenamente pude, guardé el dibujo entre las páginas de la revista. Pensé que no sabía exactamente entre qué páginas estaba y confié en que no se diera cuenta. Si así fue o no, nunca lo sabré. Durante el resto del viaje, decidí que ya había atacado lo suficiente su intimidad, además por partida triple: observando su reflejo, su dibujo (otro reflejo de sí mismo) y escuchando su silencio (su tercer reflejo y sin duda el que más me habló de él, y el que mejor proyectaba quizá su manera de ser, o lo que yo imaginé que era su manera de ser), así que hasta que llegamos a la estación decidí escuchar música con los ojos cerrados, saltando de una ensoñación distraída a otra con el mismo vértigo que uno saltaba entre cada dos rocas del espigón de su dibujo, camino del faro, en busca de quién sabe qué luz.

Cuando el traqueteo del tren cesó al llegar a la estación, abrí los ojos y durante un momento esperé ver a través del cristal un faro haciendo compañía a la luna, dialogando ambos a base de brillos y destellos, contándose historias secretas. Pero la realidad era otra: a través de la ventana solo se veía el gris metálico de los andenes de Atocha. Me giré hacia el asiento contiguo para descubrir que estaba vacío. Recogí, inquieto y algo desorientado, mi equipaje. Y me marché de aquel tren no sin antes echar un último vistazo a la ventanilla, para descubrir que ahora era mi propio reflejo el que tenía la mirada perdida.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Me encanta leerte y te leeré a 4.000 km. te echaré de menos ;)