miércoles, 22 de septiembre de 2010

Cuentos inconclusos (II)

Todo comenzó una mañana cualquiera. Estaba en el despacho, escribiendo un informe en el portátil, con una taza de café al lado. Me levanté para ir al baño, volví... y la taza había desaparecido. Pese a estar seguro de no haberla cogido para ir al baño (¿qué sentido tenía?), fui a buscarla al baño, y obviamente no la encontré. Me extrañó, me sorprendió, incluso me asustó un poco, primero por no ser capaz de recordar si había hecho algo tan simple como coger o no coger un objeto, y más tarde porque al mirar la posición donde estaba la taza en la mesa, al ver la evidencia de ese espacio vacío, no quedaba ninguna duda de que no lo había imaginado.

Tampoco tenía tiempo para pensar demasiado, recuerdo que fue una época de demasiado ajetreo laboral, y no podía permitirme el lujo de detenerme a pensar en nada. Lo consideré un hecho aislado e inexplicable como tantos otros. Si la taza no aparecía, es porque no deseaba ser encontrada, ya aparecería.

Y no habría pasado de ser una simple anécdota que a todos nos suele pasar si no fuera porque jamás encontré la taza, y sobre todo porque en días posteriores, fueron desapareciendo multitud de objetos de mi casa, y siempre en la misma situación: estaba realizando alguna tarea, iba de una habitación a otra, y al volver, había desaparecido algo... un bolígrafo. Un reloj de pulsera. Unas monedas. Un cenicero, una manzana medio mordida, un periódico.... todo en aproximadamente una semana o diez días.

Pese a sentirme inquieto, decidí no darle demasiadas vueltas, no pensar en algo que no tiene explicación del mismo modo que ya no pienso en Dios o en el origen del Universo. O quizá fue miedo a no admitir que algo sobrenatural estaba sucediendo en mi casa, ante mis propias narices. Supongo que fue una forma de huir. Del mismo modo que al parecer los objetos huían de mí, yo huía de la realidad, miraba hacia otro lado esperando que el problema desapareciera.

Una mañana me desperté sin manta en la cama, manta que jamás encontré, por supuesto. Ya no bastaba con desplazarme de habitación a habitación, era suficiente cerrar los ojos e introducirme en un mundo de sueños intranquilos para que algo desapareciera. 

Esa misma noche, tras un día en el que no fui a trabajar y vagué dando vueltas sin rumbo por la ciudad,  al volver, ya en la cama, apagué la luz, la encendí al oir una especie de susurro misterioso... y descubrí que había desaparecido una silla junto a mi cama. 

Normalmente nos suele asustar ver algo terrible, pero a mí me asustó ver ese vacío, tan rotundo y siniestro.

Empecé a respirar apresuradamente, con miedo a mirar todo lo que me rodeaba por si fuera la última vez que lo fuera a ver. Tenía miedo a fijar la vista en algo, tenía pánico a apagar la luz, a dejar de mirar, a dormirme... 

Un sudor frío me recorría la piel... todo mi cuerpo estaba tenso... Me levanté de la cama sin saber por qué. Fui corriendo, con el pasillo en penumbra, hacia el baño. Miré casi a oscuras mi reflejo en el espejo, contemplé mi cara asustada, desencajada de terror.

De repente mi reflejo sonrió aunque yo no lo hice. Tenía los ojos en blanco y una sonrisa siniestra que yo jamás había tenido. 

Parpadeé, y al volver a abrir los ojos, mi fantasmal reflejo había desaparecido. Primero me alivió, aquel ser horrible se había esfumado. Pero luego comprendí lo que había pasado: en el espejo ya no estaba él... porque tampoco estaba yo. 

Desaparecí.

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