lunes, 7 de febrero de 2011

Delirio


No me gusta viajar porque me da miedo que todo lo que conozco haya desaparecido al volver. La solución sería viajar eternamente, no volver nunca (o quizá sería precisamente un eterno retorno), pero yo ya tengo raíces echadas, la mayoría de ellas sin querer, y como animal racional-pasional que soy, no puedo deshacerme de las raíces aunque quiera. Soy muchas cosas, pero no un árbol andante.

Prefiero descubrir los detalles de lo que tengo cerca. Siempre hay otro detalle nuevo, a veces la rutina -palabra denostadísima y prostituida hasta la saciedad- es esa flor que sostiene el enamorado, deshojándola para saber si su amada le quiere o no le quiere, solo que con la rutina pasa que hay infinitos pétalos y nunca sabes la respuesta, y eso no sé si es bueno, pero a veces es entretenido no tener la certeza de algo. Ése es justo el problema, que la gente confunde "rutina" con "certeza".

Mucha gente que viaja no conoce lo más próximo, es más, muchos presuntos viajeros ni siquiera se conocen a sí mismos. Y al fin y al cabo el alma es algo de lo que no nos podemos alejar, por mucho que viajemos. No obstante, viajar te da una valiosísima visión general de las cosas, eso es cierto, aunque mi método es más bien ir de lo particular a lo general (aún estoy en la primera fase), mientras que otros optan por ir de lo general a lo particular (¡ya verán la que les espera, ya!).

Cuenta la leyenda (mentira, lo cuento yo, pero queda más prosaico) que existe un palacio de alabastro construido en la cima de una montaña en algún lugar del mundo. Está situado en una isla en medio del Océano, en algún lugar entre el archipiélago europeo-asiático-africano y esa enorme isla llamada América. O no. El caso es que sólo puede ser visitado en sueños, pues únicamente puede entrarse en dicho palacio cuando uno no desea hacerlo, cuando se le ha olvidado cómo llegar, y de sobra es sabido que olvidar -como amar- es algo totalmente involuntario. Por algo será.

Una vez llegas allí, te recibe la Guardiana. Es una mujer anciana que te abre cada una de las estancias del palacio si lo deseas, o al menos eso creo, porque nunca le he dicho que lo haga. Lo sé porque de su cintura cuelga un llavero que tintinea rítmicamente a cada paso que da, y ésa es otra cosa que no entiendo, porque cuando ella camina, no se mueven sus piernas. Su falda es tan larga que no se le ven los pies, y sin embargo nunca he visto que se la pise. Ella se limita a deslizarse, pero qué más da eso ahora...

El caso es que en el palacio hay una torre, y desde la cima de la torre pueden verse a la vez todos los amaneceres y atardeceres que quieras. De pequeño, cuando iba allí, miraba ansioso al horizonte y luego corría al otro extremo de la torre para asomarme al otro lado, porque pensaba que cuando el sol se escondía, aparecía al instante por el otro lado del mundo. Sí, yo era de esos niños que ninguneaba la luna, quizá por eso ahora la venero, aunque ella siempre haga como si le diera igual, y por eso me gusta tanto. Al Sol hay que serle fiel, a la Luna hay que amarla. Es diferente.

Cuentra otra leyenda (lo sé, no he acabado la primera, pero ya veréis, de momento dejadme hablar), que en una calle de París, en algún lugar entre las calles Anatole France y Voltaire, vive el Mensajero. Tú hablas con él, o le miras, o le escuchas, y parece una persona normal, con sus ojos y sus deseos y sus heridas, pero no lo es. Porque el Mensajero tiene varios relojes de arena internos a los que da vueltas aunque nunca acaben de vaciarse, porque de vez en cuando le sorprendo en ese gesto tan felino de revolverse y morderte en mitad de una caricia, porque es elegante hablando hasta el punto de aturdir (elegante en el sentido de tener estilo propio y muy bien definido), pero sobre todo porque, sabedor de su bagaje, a él, en cierto modo, no le hace falta viajar. Le pasa como a mí.

Coincidimos hace poco -nada- en una velada en el palacio. Me sorprendió verle en la azotea de la torre.

"¿Qué haces aquí?", le pregunté.

"Nada, o esperarte. Es lo mismo", dijo.

La Guardiana, que me había conducido hasta la azotea, agachó entonces la cabeza y comprendió que queríamos estar solos. Se limitó a desplazarse (emplear la palabra "andar" sería abusar del verbo) hacia una mesa cercana y verter en dos vasos -que ni siquiera llegamos a tocar- el contenido de un frasco de cristal. Dejo en vuestra mente adivinar quién cogió qué vaso.



"Deseo tanto que llueva", me dijo el Mensajero. "Tanto..."

Le iba a preguntar por qué, pero me pareció tan absurdo, que me limité a mirar donde él miraba, cosa que todos hacemos a menudo, no sé muy bien por qué. Cuando alguien está triste, miramos donde él mira, quizá para comprenderle y compartir su dolor, pero en realidad deberíamos mirarle fijamente, penetrarle con la mirada, hacer que arda su dolor por dentro, como esos intensos rayos de luz que, dirigidos durante un tiempo hacia el mismo punto, provocan, a base de ser plastas y pesados, esa clase de llama que todo lo revoluciona sin el menor rastro de piedad. Así pues, me equivoqué y no le miré a él sino al horizonte, donde justo en ese instante el Sol desaparecía, como cada día, como cada noche.

Entonces pensé que de niño, en esa situación, me habría dado la vuelta al instante y habría corrido en busca del otro Sol. Pero ya no era un niño, y además....

Y además, me di cuenta que aquel había sido el final del último día de la Historia de la Humanidad.



Pierde la vida
su manto azabache
sobre tu alma



3 comentarios:

Curro. dijo...

Es importante no confundir rutina con certeza, estoy de acuerdo. Y, una de las pocas certezas que soy capaz de defender es que me encanta viajar. Por el simple hecho de volver y ver qué es lo que ha cambiado y qué es lo que sigue igual, sea cual sea el lugar, el más próximo o el más lejano al que ya haya ido anteriormente. Y dejo -o hago crecer- un trocito de mi alma con cada uno de esos lugares. Como el vaso de la derecha, cuyo kanji significa amor: yo me enamoro un poco de cada lugar y de sus personas. De forma involuntaria, también.

Eres un maldito buen escritor. Y ojalá tuviese yo esos sueños. Ojalá pudiese leer el final de esas leyendas o saber más sobre mí mismo y no tener que buscarme en otros lugares, no tener que esperar a la lluvia para llorar, y aprender a vivir como si cada noche, fuese la última.

Anónimo dijo...

Oh el amor, the love, l'amour, l'amore, l'estima, ...

El viajar es el arte de contemplar la vida desde una vista privilegiada, ...

El conocimiento de lo general facilita la comprensión de lo particular, ...(conociendo una manzana no sabes en que situación se encuentra el cesto, ..., otra cosa es que el cesto te sea indiferente, y prefieras manzana en mano que la contemplación de un cesto con las particularidades de las manzanas que lo componen, ...)

Lumix dijo...

Me parece que eres un escritor privilegiado, y que estas privando al mundo de un gran placer al limitar tu prosa a este blog solamente.

Dicho esto, solo puedo estar de acuerdo contigo en la comodidad de la rutina, es como esa posición placentera que logramos en la cama, ya a punto de dormir, pero que sabes que al moverte, aunque sea unos centímetros, se perderá para siempre.
Soy una persona de rutinas, mas bien de rituales, cuando logro afianzar un ritual en mi vida, me siento completo, me siento hasta mas seguro... Pero la vida que he elegido me ha obligado a cambiar muchas veces de escenario, y he perdido tantos rituales como he ganado nuevos, lo que me lleva a la idea principal: No hay que tener miedo al cambio.
Soy una persona que hace 3 años decidió cambiar su vida en 180 grados (odio esa frase tan cliché, pero es exacta para esta situación) y metí en una maleta todo lo que significaba algo para mi, y que ademas tuviera un tamaño adecuado para entrar en un avión, así que de un momento a otro me encontré con que me había quedado sin mis rutinas, sin mis rituales de lo cotidiano, y eso me afecto tremendamente!
Pero la sorpresa fue que al iniciar esta nueva etapa de mi historia, tuve el privilegio de sentarme a decidir como quería que fuese mi nueva vida, por ende, mis nuevos rituales y mi nuevo espacio personal y tuve, por así decirlo, carte blanche para diseñar mi nueva existencia.
Lo que al final quiero decir en esta perorata aparentemente interminable es que en la rutina tenemos la seguridad, la comodidad, el comfort de lo conocido, de lo habitual. Pero en el cambio tienes simplemente el pincel que dibujara tu nuevo día a día (nivel de cursilería: peligrosamente alto!)