lunes, 22 de febrero de 2010

Me gusta conducirme

Hace un rato he experimentado un ramalazo de felicidad, uno de esos escalofríos en la espalda tan especiales que a veces nos pasan a todos, no sé si me explico.

Estaba tan tranquilo, preparando el trabajo para esta tarde, cuando he despegado la mirada del portátil, la he fijado en la ventana unos instantes, y he visto las nubes. Hoy aquí, ni hay un sol maravilloso, ni llueve torrencialmente. Sólo nubes, que dejan filtrar la luz justa para que el día se considere nublado sin que se adivine lluvia.

No hay agobios fuera de mí, no los hay dentro.

No es que me haya pasado algo genial últimamente. De hecho tengo algún que otro problema, como todo el mundo. Pero en líneas generales podría decirse que me va bien en todos los aspectos de mi vida: familia, amigos, relaciones, salud, trabajo... O mejor dicho, no es que me vaya bien ni mal, pero la situación es manejable. Que hay algo por encima de todas las pequeñas dificultades cotidianas y que ese algo no depende de nadie, está dentro de mí.

Yo siempre digo que no quiero ser feliz, que lo que quiero es estar tranquilo. Mientras miraba el cielo, pensaba que ahora mismo no me apetece (en el sentido de no siento la necesidad de) hacer el viaje de mi vida, o conocer a alguien que sea increíblemente interesante, o leer un libro fascinante, o ver una película que me haga llorar hasta doblar el alma... Simplemente creo que me apetece disfrutar de los pequeños detalles diarios. Debe ser agotador vivir siempre en espera continua, buscando el siguiente destino, la siguiente persona, la siguiente página, el siguiente fotograma... todo para acabar comparándolo con lo anterior o lo posterior. ¿Para qué? Está bien asistir a la felicidad, encontrarla inesperadamente al girar una esquina y decirle: "¡hey, tú, cuánto tiempo!".

Quizá la felicidad sea eso, coger el volante de tu vida, o mejor dicho, sentir que lo coges aunque no sea verdad que puedes salirte de la autopista e ir donde tú quieras, pero al menos sí que percibes que tú conduces, que tú diriges el camino, que tú escoges la ruta y nadie te la impone. Siempre digo que si la vida fuera un coche, la nostalgia sería el espejo retrovisor. Es algo que curiosamente nos obliga a mirar atrás para poder seguir adelante. Quizá ahora mismo esté yo ahí, conduciendo, a gusto entre el pasado y el futuro. Ni idea de dónde voy, y el caso es que me da igual, porque como dice el anuncio, "me gusta conducir".


En todo eso pensaba mirando las nubes... Enamorado como estoy del mar, me imaginaba que el cielo durante el día bien podría ser otro mar encima nuestro, con sus vaivenes, las nubes haciendo de olas, a velocidad infinitamente pequeña desde nuestro punto de vista, con su lenguaje propio. ¿Para qué buscar algo hermoso si basta con mirar arriba?



Todo eso se me ha pasado por la cabeza en un segundo, que ha sido cuando un escalofrío recorrió la línea de mi espalda de abajo a arriba, intensificándose sobre todo en su trayectoria por mi nuca, y culminando en mi cerebro en una especie de latigazo suave/caricia intensa.

O quizá en lugar de uno, fueron dos segundos, o tres o veinte, no lo sé. Creo que cuando he empezado a contarlos (que aquí inconscientemente es sinónimo de atraparlos), ha sido precisamente cuando todas esas sensaciones han desaparecido y se han ido lejos de mí, volando a algún lugar perdido en medio de ese mar de nubes, y yo he metido la mano de nuevo en el coche para coger con las dos manos el volante y seguir mi camino hacia ninguna parte.

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