martes, 13 de diciembre de 2011

A new Gorezje




Vigilo la noche, sentado en mi trono, sobre la cima de una montaña de la que nunca me llego a caer.

Atento como siempre lo estoy a todo, esta noche no iba a ser menos.

Si pudieras ver lo que yo estoy observando... Seguro que te imaginas que miro algo interesante, cautivador, sugerente, incluso seductor... 

Pero no es así... porque lo que yo vigilo es precisamente lo más difícil de vigilar: la quietud. La rutina. La repetición. Busco con mi mirada el cambio, espero con ansiedad la diferencia. 

No sé qué haré cuando llegue, cuando aparezca ese cambio. Pero lo que sí sé es que lo que entonces haga no será lo más importante. Lo importante es precisamente lo que sucede ahora. 

Podría decirse que estoy acechando, agazapado. Parapetándome tras los frondosos bosques de mi pasado. Vigilando una presa sobre la que nunca saltaré ni por supuesto devoraré.

Ante mí desfilan cientos, miles de personas, caminando en todas direcciones. Pero yo sólo veo una, cuyo perfil se desdibuja, se derrite, se desintegra poco a poco.

El amor es una entrega serena, una rendición constante. Es curioso: el amor, lo que más nos llena, consiste en cierto modo, en olvidarse de uno mismo. Precisamente. Entendiendo "precisamente" como su significado original: de manera precisa.

Porque para enamorarse, me atrevería a decir, que lo único que hay que hacer es ser naturalmente preciso.

A veces, ni yo mismo sé lo que quiero decir cuando hablo.
Porque a veces, ni yo mismo sé si contemplo una estatua o es mi propio reflejo.

La soledad comienza siendo un proceso interno, que va creciendo, desarrollándose. Llegado un momento, no sabes exactamente cuándo ni cómo, la soledad se cansa de ti, escapa de tu cuerpo y se sitúa enfrente tuyo, y entonces te mira fijamente. 

Y es en ese momento, cuando surge una paradoja bellísima: es tu propia soledad la que te hace compañía...

Y justo en ese punto me encuentro yo ahora. Contemplando mi propia soledad, de manera imperturbable, atento a su reacción. No verás amenaza en mis ojos, ni el miedo reflejándose en ellos. Como mucho, atisbarás la asunción de mi propio destino. De ahí mi serenidad: sé lo que me espera, tengo la total certeza de lo que va a pasar. Lo sé con todo lujo de detalles. Precisamente.

No le tengo miedo a la soledad, por una sencilla razón: porque no me tengo miedo a mí mismo.

Nadie mejor que uno mismo para ser su propio guardián.

O, dicho de otra manera si así lo prefieres... nadie mejor que uno mismo para vigilar su último y definitivo sueño.

Porque quizá eso sea lo mejor que explique mi mirada, que estoy soñando con los ojos abiertos. Cuando te miro, estoy atento a mí mismo. Estoy dormido, contemplando mi subconsciente. Nunca nos vemos tan de cerca como cuando soñamos o cuando nos enamoramos. Y al igual que cuando nos acercamos un objeto demasiado cerca a los ojos, no lo podemos ver  bien, no nos podemos ver bien. 

Estoy solo, asomado a un precipio, el de los sueños, por el que me caeré durante miles de kilómetros, y justamente un segundo antes de despertarme, mi cuerpo se estrellará tras la caída... ¿adivinas contra qué?

¿Contra un muro de piedra vetusta? ¿Contra los confines del cielo o de la tierra? ¿Contra la noche, la negrura o la oscuridad?

No.... 

Contra mí mismo. 

Una vez más.