martes, 13 de diciembre de 2011

A new Gorezje




Vigilo la noche, sentado en mi trono, sobre la cima de una montaña de la que nunca me llego a caer.

Atento como siempre lo estoy a todo, esta noche no iba a ser menos.

Si pudieras ver lo que yo estoy observando... Seguro que te imaginas que miro algo interesante, cautivador, sugerente, incluso seductor... 

Pero no es así... porque lo que yo vigilo es precisamente lo más difícil de vigilar: la quietud. La rutina. La repetición. Busco con mi mirada el cambio, espero con ansiedad la diferencia. 

No sé qué haré cuando llegue, cuando aparezca ese cambio. Pero lo que sí sé es que lo que entonces haga no será lo más importante. Lo importante es precisamente lo que sucede ahora. 

Podría decirse que estoy acechando, agazapado. Parapetándome tras los frondosos bosques de mi pasado. Vigilando una presa sobre la que nunca saltaré ni por supuesto devoraré.

Ante mí desfilan cientos, miles de personas, caminando en todas direcciones. Pero yo sólo veo una, cuyo perfil se desdibuja, se derrite, se desintegra poco a poco.

El amor es una entrega serena, una rendición constante. Es curioso: el amor, lo que más nos llena, consiste en cierto modo, en olvidarse de uno mismo. Precisamente. Entendiendo "precisamente" como su significado original: de manera precisa.

Porque para enamorarse, me atrevería a decir, que lo único que hay que hacer es ser naturalmente preciso.

A veces, ni yo mismo sé lo que quiero decir cuando hablo.
Porque a veces, ni yo mismo sé si contemplo una estatua o es mi propio reflejo.

La soledad comienza siendo un proceso interno, que va creciendo, desarrollándose. Llegado un momento, no sabes exactamente cuándo ni cómo, la soledad se cansa de ti, escapa de tu cuerpo y se sitúa enfrente tuyo, y entonces te mira fijamente. 

Y es en ese momento, cuando surge una paradoja bellísima: es tu propia soledad la que te hace compañía...

Y justo en ese punto me encuentro yo ahora. Contemplando mi propia soledad, de manera imperturbable, atento a su reacción. No verás amenaza en mis ojos, ni el miedo reflejándose en ellos. Como mucho, atisbarás la asunción de mi propio destino. De ahí mi serenidad: sé lo que me espera, tengo la total certeza de lo que va a pasar. Lo sé con todo lujo de detalles. Precisamente.

No le tengo miedo a la soledad, por una sencilla razón: porque no me tengo miedo a mí mismo.

Nadie mejor que uno mismo para ser su propio guardián.

O, dicho de otra manera si así lo prefieres... nadie mejor que uno mismo para vigilar su último y definitivo sueño.

Porque quizá eso sea lo mejor que explique mi mirada, que estoy soñando con los ojos abiertos. Cuando te miro, estoy atento a mí mismo. Estoy dormido, contemplando mi subconsciente. Nunca nos vemos tan de cerca como cuando soñamos o cuando nos enamoramos. Y al igual que cuando nos acercamos un objeto demasiado cerca a los ojos, no lo podemos ver  bien, no nos podemos ver bien. 

Estoy solo, asomado a un precipio, el de los sueños, por el que me caeré durante miles de kilómetros, y justamente un segundo antes de despertarme, mi cuerpo se estrellará tras la caída... ¿adivinas contra qué?

¿Contra un muro de piedra vetusta? ¿Contra los confines del cielo o de la tierra? ¿Contra la noche, la negrura o la oscuridad?

No.... 

Contra mí mismo. 

Una vez más.

lunes, 8 de agosto de 2011

Exámenes


Como si de espejismos en el tiempo se tratara, casi todos los veranos de mi adolescencia se me aparecen ahora borrosos, poco definidos. Eran tan solo pausas largas, descansos entontecedoramente calurosos entre dos trasiegos estudiantiles. Yo acababa el curso con muchos esfuerzos y pocos problemas, y cuando echaba la vista hacia atrás, sobre los nueve meses que duraba nuestro "período laboral" (como lo llamaba Miguel por aquel entonces), no me sentía especialmente satisfecho de haber superado otro año más. Desde siempre he tenido cierta tendencia a observar con más detenimiento lo que me queda por hacer que lo que ya llevo hecho, por lo que, por lo menos mientras fui joven, nunca encontré ningún tipo de placer en dar por terminado otro curso escolar. Sí que hallaba, en cambio, un más que necesario alivio, sobre todo por la perspectiva que suponía tener por delante todo el tiempo del mundo, aunque fuera concentrado en tres meses de ocioso verano, o por perder de vista la cordillera de apuntes sobre mi mesa y sustituirla por un liso y relajante paisaje playero.

El último día de cada curso era sensiblemente diferente al resto. Era un día extraño, en el que íbamos a clase sólo para recoger un boletín blanco, una cartulina pequeña, donde aparecían las notas de las asignaturas, y en menos de una hora, yo ya estaba de vuelta en casa. Daba hasta miedo ver que tanto tiempo, tantas experiencias, tantas hojas de apuntes escritas y luego leídas y luego releídas y luego memorizadas hasta la saciedad, pudieran verse resumidas en aquella simple cartulina. A mí siempre me dejaba cierta sensación de vacío el reconocer que al fin y al cabo todos los detalles de mi actitud durante el curso se reducían a diez palabras, una por cada asignatura. Y nada más.

Era un día totalmente fuera de lo común. Para empezar, aquel día íbamos al instituto sin mochila, sin equipaje de supervivencia, nos sentíamos casi sin ropa, como desnudos de obligaciones. La espalda era libre, Miguel y yo ya podíamos andar erguidos, no medio encorvados. Recorríamos el trayecto casi en silencio. Habíamos acabado los exámenes, habían pasado las fechas en las que la norma era acostarse muy tarde, levantarse muy pronto, comentar nerviosamente, durante la ida, por la mañana, aquel párrafo incomprensible de Nietzsche, la resolución de alguna ecuación, o de algún rebuscado problema de Física, hacer los correspondientes exámenes, y durante la vuelta, por la tarde, volver a casa discutiendo sobre la tercera pregunta del examen, las opciones de algún test bastante traidor, o el problema aquel al que no habíamos respondido más que con titubeos numéricos e hipótesis desafortunadas, donde la única que tendía a infinito era la improvisación, y el papel le hacía sentir a uno como un actor con amnesia crónica en medio de una obra de teatro que, decían, era más o menos fundamental para el futuro. 

La tensión de mi yo-estudiante-pre-examinante (otra etiqueta inventada por Miguel, muy aficionado a enlazar palabras) la recuerdo como la confusa unión de tres voces simultáneas que me hablaban sin parar: una, la primera, que a su vez eran muchas, la de todos aquellos profesores leyendo dentro de mi cabeza, en mi habitación, mis apuntes, escritos con mi letra, con mi bolígrafo... pero leídos con SU voz. Me hablaban en presente si de ciencias se trataba: "esto es así porque tal y porque cual", o en pasado en lo que a humanidades se refería: "esto fue así porque tal y porque cual", y siempre con la misma entonación exacta, precisa, que aún no he podido olvidar. La primera voz era el conjunto de todas esas voces, y la segunda voz sí que era mía, demasiado mía tal vez, pues era la voz de mi conciencia, que me indicaba todo lo que tenía por aprender aún, y que sin duda era alimentada por las furtivas miradas hacia dos montones de folios, el que ya me había estudiado (y que me proporcionaba inseguridad y un sinfín de dudas acerca de si realmente entendía lo que tenía que entender, dudas que aún hoy todavía mantengo...), y el otro montón, el que todavía me quedaba por estudiar, que no hacía sino provocarme miedo, y a la vez la total certeza de que en el examen en cuestión, una de las preguntas estaba completamente respondida en aquellos papeles tan preocupantemente vírgenes aún para mi entendimiento. Por último, por si fuera poco, al final del pasillo, la tercera voz de toda aquella ceremonia nocturna. Y ésta, más que voz, era todo un rugido animal: los ronquidos de mi padre, tan rítmicos como molestos, que venían a ser como el extraño tic tac de un reloj que no podía ser sino insoportable. Definitivamente, la infinita repetición de un ronquido no era la mejor manera de recordar el paso del tiempo a lo largo de aquellas noches de concentración.

Alumbrado bajo la luz del flexo (otro síntoma de mi responsabilidad), sobre mi mesa, aparte de folios, bolígrafos, bolas de papel arrugado, reglas, mi viejo compás y la obediente calculadora científica (ahora injustamente desterrada al olvido en el fondo de algún cajón), también estaban las provisiones de madrugada: un paquete de galletas a veces, donuts en ocasiones, patatas fritas de cuando en cuando, algún refresco, o cualquier otra excusa para desvalijar la despensa, que a su vez era la excusa para descansar las neuronas, ejercitar las piernas, y notar la extraña sensación que supone el estar, de alguna forma, secretamente unido con todos los compañeros de clase, con los amigos y con los menos amigos, con todos, que, aunque no presentes, seguramente estaban haciendo lo mismo o algo muy parecido en aquellos momentos.

Curiosamente, me acordaba de ellos en mis escapadas justo en el momento de abrir la nevera. No entiendo por qué la primera vez fue así, pero así fue y creo que no pudo ser de otra manera. Recuerdo que vi el rostro de Miguel estampado en la tapa de unos yogures. Miguel tenía un semblante realmente simpático, casi de dibujos animados. Tenía unos ojos sonrientes, una boca sonriente, una cara sonriente, muy infantil. El dibujo en cuestión (una fresa, como no, sonriente, montada en el lomo de una vaca mas bien inexpresiva, como todas las vacas, supongo), me hizo recordar, sin quererlo, una ocasión en la que Miguel se puso colorado de vergüenza. Fue en clase, una mañana en la que todos no dejábamos de hablar de nuestras cosas mientras la profesora daba clase de Geología. La profesora, que no le caía precisamente bien a mi compañero ("Se toma tan en serio la Geología que habla para las piedras", decía), le llamó la atención:

- Pero Miguel, ¿quiere usted callarse?

A lo que Miguel respondió:

- No.

Aquel "No" fue pronunciado como un "Pues no me da la gana". Porque Miguel, además de sonreir mucho, es de esas personas que a veces dice algo sin querer y luego se da cuenta. En aquel caso, la negación le salió del alma. Todos, incluida la atónita profesora, nos dimos cuenta de ello antes que él, y seguramente por eso mismo la piel de su cara adquirió una tonalidad granate. Parecía un rubí. Avergonzado, se vio obligado a sonreir ingenuamente. Y la profesora, al contemplarle, dio por ganada la batalla moral y siguió explicando como si nada. Miguel siguió sonriendo, pero no abrió la boca hasta que sonó el timbre. 

Desde entonces, siempre que yo estaba en época de exámenes, cuando abría la nevera para comer algo, el frescor, la pequeña bombilla y el ruido del motor, todos juntos, eran los perfectos estímulos para que yo recordara los rostros de diversos compañeros míos, primero el de mi amigo Miguel (sobre todo si había yogures de fresa), que recorría la pradera a lomos de una vaca, diciendo "no" sin cesar, y después el del resto, todos con los codos apoyados sobre la mesa de su habitación, el ceño fruncido, los dedos jugueteando con el bolígrafo, o tamborileando sobre la mesa, o, tecleando en la calculadora, o en el caso de los más perezosos, sobre el mando a distancia. Parece mentira como la mente puede asociar pequeñas ideas, aparentemente sin relación alguna, y como la costumbre se encarga de hacer de ellas un hábito bastante difícil y embarazoso de explicar en ocasiones. Pero así es, ahora en mi mente tengo enlazados los exámenes con los yogures en la nevera. Las costumbres a veces surgen de pequeñas tonterías sin importancia.

El último día, como digo, dejábamos atrás toda preocupación, y durante el camino al instituto, Miguel y yo no teníamos nada mejor que hacer que disfrutar del sol, mirar a la cara a las personas, pero viéndolas, no viendo la tabla periódica de los elementos o el busto de Séneca, o la libertad guiando al pueblo, y escuchándolas, no oyendo la segunda declinación o los verbos irregulares de la conjugación inglesa. De repente, todo lo que veíamos se nos presentaba extraordinariamente sencillo, sin significados ocultos. Gente tal cual. 

No sé si sería la ligereza del inexistente equipaje escolar, la ansiedad por conocer las notas definitivas, o la acostumbrada prisa de las últimas semanas, pero el último día siempre recorríamos el camino casi en la mitad de tiempo de lo habitual, hasta que nos dábamos cuenta de que ahora lo que había que aprender era a dejar la velocidad en casa, a ser posible, en algún bolsillo de la mochila abandonada. 

Entonces llegábamos a clase, tras atravesar pasillos llenos de otros adolescentes contentos y en manga corta. Todos triunfadores sobre el tiempo, comentando los planes para el verano. Si hacía poco tiempo estábamos en la tensión obligada, ahora llegaba la hora de la diversión obligada, independientemente del número de aprobados o de suspensos. Julio y Agosto eran meses para divertirse, quisiera uno o no. Septiembre, en cambio, era un mes para seguir divirtiéndose en algunos casos, o para estudiar de nuevo, en otros. Todos teníamos en común sesenta días de vacaciones como mínimo, y no podíamos sino manifestarlo.

Miguel y yo entrábamos en clase, y veíamos a los demás, en grupos, como siempre, sentados sobre la mesa unos, o de pie en pequeños círculos otros, o en cualquier rincón, amontonados todos en torno a hogueras invisibles, las del compañerismo. El nerviosismo de saber las notas, que nadie quería hacer patente pero que todos en su interior sentían, se acercaba hacia nosotros en forma de tacones de profesora madura, abrazada a cuarenta cartulinas blancas perfectamente dobladas y no tan perfectamente firmadas, eso sí, todas ellas coronadas por el rostro serio y más bien decepcionado, aunque sereno, de la tutora en cuestión. 

Por orden alfabético (el más absurdo que he conocido jamás), íbamos recibiendo nuestras sentencias, y la profesora lograba el mayor silencio de todo el año en aquel momento, justo cuando ya no lo quería para nada. Los ojos de los alumnos recorrían atentamente las diez líneas, releyéndolas continuamente para ver si, una por una, las notas eran las esperadas o si había sorpresas de última hora. 

Ni Miguel ni yo Sobresalíamos nunca en nada, ni siquiera éramos personas Notables, por no ser, no éramos ni hombres de Bien. Miguel y yo éramos siempre Suficientes en todo. Siempre. Una vez él sacó un sorprendente diez en el renacimiento, y yo otro (más sorprendente aún) en estática de fluidos, pero esas pequeñas medallas tan sólo sirvieron para promediar favorablemente a final de curso nuestros posteriores fracasos en Historia y Física, respectivamente. Me hizo gracia que, más tarde, Miguel dijera al respecto de sus notas: "la culpa de no sacar mejor nota la ha tenido la maldita revolución industrial", mientras yo asentía y pensaba lo mismo sobre el maldito electromagnetismo y la maldita química orgánica. 

Entregaba el boletín en casa ante la siempre condescendiente sonrisa familiar ("Muy bien, todo aprobado, no está mal", me decía mi padre, "¡Ay! Qué mayor estás ya...", me decía mi madre, "¿Fuficiente?", me decía mi hermana pequeña). Nunca me asustaba tanto ver a mis padres ponerse las gafas como aquel día. Siempre lo he aprobado todo antes del verano, pese a que durante el curso muchas veces suspendía. No podía evitar tener miedo por si mis notas no les parecían buenas. 


Zanjado el problema académico, la primera semana de vacaciones siempre la pasaba acostado, "en plan inválido", como me decía Miguel cuando venía a casa a aburrirse conmigo. Yo me despertaba a las once de la mañana, desayunaba cualquier cosa, volvía a mi habitación, y, todavía en pijama, me volvía a tumbar sobre mi cama, eso sí, con la persiana ya subida. La única diferencia era la luz. No quería volver a dormirme, simplemente quería estar acostado, enchufarme al walkman... y ponerme las gafas de sol. Mi madre me miraba con cara rara cuando entraba en la habitación para avisarme de que ya era la hora de comer, y me encontraba todavía tumbado, holgazaneando, mirando al techo, con una pierna apoyada sobre la otra en ángulo recto, los pies moviéndose en círculos al ritmo de la música, aquellos estridentes zumbidos surgiendo de mis vibrantes auriculares, y, encima, con las gafas de sol puestas. 

- Pero, ¿por qué te pones esas gafas para hacer el vago? Anda, ¡levántate y a comer!

Y yo me levantaba e iba a comer. Y después de comer, volvía a acostarme con mis gafas para hacer el vago.

No me era fácil no hacer nada. Siempre aparecía alguien que me recordaba que había que hacer algo, comer, responder al teléfono, cenar, salir a dar una vuelta. Quizás todos lo hacían por pura envidia, o porque se sentían en la obligación de llamarme la atención y recordarme que el mundo todavía seguía fuera de la habitación, como si en algún momento se le pudiera llegar a olvidar eso a alguien. 

- ¡Si ya lo sé! Dejadme todos en paz... - decía yo.

Yo ya lo sabía. Ya sabía que el mundo, sobre todo en verano, está por descubrir, pero no me apetecían ni mundos ni descubrimientos, me apetecía descansar, y no ser el nuevo Colón, y menos aún, ataviado con pijama y gafas de sol. 

Yo no me cansaba de descansar. Dejaba la mente muerta, sin llegar a dormirme. A veces cerraba los ojos y me imaginaba todo aquello que la música céltica, mi música, me sugería. Me veía a mí mismo cabalgando a lomos de un caballo blanco, en un día nublado, atravesando Irlanda de norte a sur. No tenía ni idea de cómo era Irlanda, pero ya sólo por su nombre, me imaginaba que debía ser una tierra verdaderamente hermosa, salvaje, y tremendamente solitaria y mágica. Me la imaginaba como un desierto verde sobre cielo gris, donde nunca dejaba de llover y donde yo, con el pelo empapado de agua fresca, me movía a toda velocidad por los caminos, a lomos de un pura sangre incansable, con un dominio absoluto de las riendas del caballo, desafiando a la tierra con un gesto altivo, la barbilla perfectamente elevada, la mirada siempre dirigida hacia el horizonte más cercano, los músculos de la cara en permanente tensión...

Estoy seguro de que, cuando uno imagina intensamente, cuando no está atento a nada, cuando deja la mente volar libremente durante un buen rato, si en ese momento alguien se fija en sus ojos con un poco de atención, puede llegar a averiguar perfectamente qué pasa por su cabeza. Pueden engañar los gestos, la sonrisa, incluso la voz puede falsearse adecuadamente, pero no la mirada, porque mantengo la teoría de que la mirada está emocionalmente mejor conectada con el cerebro que el resto de los sentidos. El tacto, el gusto, el oído, el olfato, al fin y al cabo son reales, no podemos tocar ni saborear cosas que no estamos tocando ni saboreando. Sí que podemos llegar a escuchar determinada música o incluso percibir algún aroma aunque no estén presentes, pero no con el nivel de detalle con el que podemos sentirlos si uno se lo propone. Por eso me ponía las gafas de sol. Me daba vergüenza que alguien entrara repentinamente en la habitación y me mirara, y que al mirarme, pudiera leer en mis ojos todo lo que yo imaginaba en ese instante, y se riera de mis leyendas y fantasías infantiles que no llevaban a ninguna parte. O que, como mucho, llevaban tan sólo al sur de Irlanda. Y qué mejor que ocultarle a los demás mis visiones que cubriendo mis ojos con sendos fragmentos de oscuridad.

Todas estas precauciones yo las tomaba por miedo a que descubrieran mi universo. Y me sigue pasando. Incluso a la inversa, y siempre con resultados negativos: a lo largo de mi vida, siempre que he adivinado lo que pasa por la cabeza de alguien, ese alguien huye y se transforma en nadie. Se siente atacado, vulnerable, cuando no es mi intención hacer daño. Y a mí me da miedo hacer desaparecer a las personas, lo que piensan, lo que son, lo que en sus sueños quieren ser...



jueves, 28 de abril de 2011

Más películas


 Alemania, año cero

 El discurso del Rey

 Fresas Salvajes

 La noche del cazador

Tiempos Modernos

domingo, 27 de marzo de 2011

Fotos

¿Por qué todo el mundo está tan pendiente de hacer fotos y grabar vídeos? Queremos capturar el momento en el que vivimos para poder evocarlo más tarde, para poder recordar las mismas sensaciones una y otra vez. Pero si estamos pendientes de enfocar la cámara o el móvil, pocas sensaciones podemos tener. Cuando asistimos a algo especial, lo principal debería ser la situación, no cómo capturarla. 

Antes se valoraban más los álbumes de fotos. No se hacían fotos tan frecuentemente como ahora, ni se podían hacer con la misma facilidad. Las fotos tenían algo especial. Recuerdo que de pequeño me sentía ridículo cuando me hacían una foto. Era una situación artificial, porque me obligaban a hacer dos cosas: quedarte quieto y sonreír. Uno no se queda quieto como una estatua en su vida cotidiana, no nos paralizamos cuando vamos del comedor al baño, ni tampoco mantenemos congelada la sonrisa sin motivo en medio de la calle. Además, ¿por qué fingir que somos felices en cada foto? Si realmente lo que queremos es capturar la vida o un instante de ella, si tan realistas somos, ¿por qué no capturar la tristeza, la soledad, la imperfección, el aburrimiento? 

La cámara fotográfica perfecta debería ser aquella que capta un momento al azar, inesperadamente, sin preparaciones, ni filtros que embellezcan. Odio las fotos teatrales, los efectos exagerados para amoldar la realidad a nuestro gusto. Odio los encuadres perfectos, las líneas rectas, las simetrías. Son hermosamente frías, aburridas.

¿Por qué es mejor encuadrar bien? ¿Porque se captan más cosas? ¿Porque podré evocar más recuerdos? ¿Acaso nuestros ojos encuadran bien a cada instante? Más bien al contrario.

La cámara fotográfica perfecta debería ser capaz de almacenar el frío que sentíamos cuando hicimos determinada foto, o lo que pasaba por mi mente cuando apreté el botón de disparo. La cámara fotográfica perfecta debería hacer fotos de nuestra vida sin que nos diéramos cuenta. Debería ser una especie de detective privado que, en nuestra vejez, nos visitara, ataviado con una gabardina, y nos diera un sobre con no más de cien fotos de instantes aleatorios de nuestra vida. Seguro que esas fotos tendrían muchísimo más valor que las que tomamos conscientemente, porque no están preparadas, porque no sabemos nada de ellas.

Y toda esa gente -entre los que me incluyo- ¿realmente más tarde mira a menudo las fotos? Les debe faltar tiempo, si tantas fotos hacen. Es una especie de Diógenes de la imagen: lo importante es almacenar fotos, cuantas más mejor, da igual la utilidad que tengan. Hagamos una foto porque hay que hacerla, porque todo el mundo la hace, porque quiero que todos vean lo feliz que soy, porque quiero recordar esta misma alegría hueca dentro de un tiempo.

¿Y qué si no recordamos con todo detalle las cosas? Aunque ahora que lo pienso, ¿qué es este blog sino una foto hecha con letras? Pues nada, se acabó la foto. ¡Fuera quietud, fuera sonrisa! Posa como quieras, o mejor no poses. Pasa de largo, y recuérdame o no.

martes, 1 de marzo de 2011

Las Tres Gracias

Pasa el tiempo y uno siente que lo mejor de sí mismo cuando era adolescente todavía lo conserva, exactamente igual, pero sepultado por capas y capas de experiencias que no han hecho sino que nos reafirmemos... 

Y lo peor de sí mismo todavía está ahí, y no sólo eso, sino que coincide precisamente con lo mejor, y esa coincidencia a veces nos produce un terror paralizante, que curiosamente a su vez es similar a un miedo infantil... pero otras veces da una increíble seguridad, que apacigua y reconforta... es como mirar al mar, a veces te asusta, a veces te calma...

El mar... siempre el mar... ¿Por qué? Porque en días como éste y en noches como aquella, uno quisiera sumergirse, ser sepultado por el agua, y que una sirena de largos cabellos le abrazara, y suplicarle con la mirada: "Llévame contigo hasta lo más hondo, lejos de la superficie, donde nadie me pueda alcanzar... dame sólo tu abrazo, que el agua invada mis entrañas y me impida respirar, y que no sepas si aprieto con mis dedos tu espalda porque te quiero, porque te suplico la vida, o porque me estoy ahogando y entonces me invade la muerte".

Y cuando uno alcanza ese fondo marino, duerme eternamente abrazado a ella... en ese tipo de abrazo, tan necesario, que se produce cuando alguien que te ve te está mirando a ti directamente, no a una imagen de otra persona proyectada en ti, ni -peor aún- a una imagen de sí  mismo proyectada en ti, ni -¡más terrible aún!- a un complemento de sí mismo, una fría y mecánica pieza (externa) necesaria para sentirse mejor (internamente). 

Escribo estas líneas junto a un espejo. De vez en cuando me miro en él,  y contemplo mi mirada, fría e inquisidora. Enfrente mío está el papel, que es otra suerte de espejo, y detrás mío, mi propia sombra, el antiespejo. Somos cuatro: mi reflejo, mi espíritu, mi sombra, yo.... los tres primeros alrededor mío... y pese a ser cuatro, la imagen mental que tengo de esta escena, la pintura que sin pedirla ni invocarla ha venido a mi mente, colándose rapidísimamente, es la de las Tres Gracias que aparecen danzando en "La Primavera", de Botticelli...


Las Tres Gracias…en perfecto círculo, en equilibrado contraste... una pareja de manos alzada por encima de sus cabezas, como brindando con un néctar invisible…otra pareja de manos bajada tras sus espaldas, como apartando o desechando el pasado... y una tercera entre las dos, balanceando las posiciones… miradas elevadas, miradas tensas, miradas perdidas... ¿celebran algo o se protegen de algún peligro? ¿Danzan alegres  o se pelean furiosas? 

Servidoras de Venus, las Tres Gracias, dedicadas a una graciosa danza, están representadas como tres jóvenes casi desnudas y luciendo peinados elaborados diversos. El cabello suelto sólo podían llevarlo las jóvenes solteras. Se las ha llamado Gracias porque de esa forma, danzando en corro, se las representó en el arte grecorromano. Como otros de los personajes del cuadro, las Gracias parecen ser retratos de personas existentes en la época y conocidas del pintor: por ejemplo, la Gracia de la derecha es Caterina Sforza, que Botticelli retrató como Santa Catalina de Alejandría (siempre de perfil) en el cuadro conservado en el Museo Lindenau de Altenburg (Alemania). La del medio debe ser Semiramide Appiani, mujer de Lorenzo il Popolano, el cual a su vez estaría representado como Mercurio, hacia el que mira Semiramide. La de la izquierda sería Simonetta Vespucci, prototipo de belleza botticelliana.

La hipótesis más acreditada referente a las tres jóvenes que bailan es que la de la izquierda, de cabellos rebeldes, es la Voluptuosidad (Voluptas), la central, de mirada melancólica y de actitud introvertida, es la Castidad (Castitas), y la de la derecha, con un collar que sostiene un elegante y precioso colgante, y un velo sutil que le cubre los cabellos, es la Belleza (Pulchritudo).

Pero ellas eran tres, y aquí somos cuatro... ¿quién sobra, pues? ¿Sobra el reflejo de uno mismo, nuestra proyección, la imagen que los demás tienen de uno? ¿Sobra el espíritu, el arma más valiosa, el verdadero ser, que curiosamente siempre acaba uno encontrándolo jugando fuera de uno mismo? ¿Sobra la sombra, el extraño motor de la vida, esa parte oscura de la que uno huye sin parar, y que sin embargo muchas veces nos hace reaccionar y no nos deja consumirnos? ¿Sobra uno mismo? A lo mejor hay un cuarto personaje en medio del corro, invisible, y ese cuarto elemento es precisamente uno mismo... ¿Bailan alrededor de uno o le encierran en el círculo? ¿Le atacan o le están protegiendo? ¿Estrechan el círculo o lo amplían? 

Sigo leyendo acerca del cuadro...

En los siglos XVII y XVIII se le llamó "El jardín de las Hespérides", creyendo que se representaba dicho lugar, con la manzana de oro, y pudiendo ser las tres jóvenes que bailan las hijas del gigante Atlas, que vigila el jardín... Otras interpretaciones identifican la figura de la ropa florida como Florentia, nombre clásico de la ciudad de Florencia. En este caso, también las otras figuras serían ciudades ligadas de forma diversa a Florencia, como Milán (Mercurio),  Roma (Cupido), Pisa, Nápoles y Génova (las tres Gracias), Venecia y Bolzano (Cloris y Céfiro/Bóreas)... Si por lo tanto Florencia fuera realmente Venus, el personaje de la ropa floreada sería entonces Mayo y representaría a Mantua.

Miro sus manos, la grácil forma de sus brazos, la silueta de las tres figuras entrelazadas... Trazo una línea con mi dedo, recorriendo esas manos y esos brazos unidos unos con otros... Pisa, Nápoles y Génova... vuelvo a recorrer esa forma sin inicio ni final una y otra vez... Voluptas, Castitas y Pulchritudo... esa silueta me resulta familiar... Caterina, Semiramide y Simonetta… esa forma es una letra.... contemplo el resto de la pintura... miro los brazos de las otras figuras...sus expresivos movimientos... sus misteriosas posiciones.... cierro los ojos y visualizo en mi mente sólo las partes de sus cuerpos que se mueven... y entonces empiezo a entender el mensaje....


Skyros.... Esciros... isla griega... una de las Espóradas... donde se halla uno de los diecinueve montes llamados Olimpo que hay repartidos por toda Grecia...

Según la mitología, Skyros fue el refugio de Aquiles, héroe de Troya, cuya madre, Tetis, lo escondió allí vestido de mujer entre las hijas del rey Licomedes, para evitar su marcha a Troya. Se dice también que en este lugar murió el rey de Atenas, Teseo. Skyros en su mitad se convierte en un estrecho istmo que divide la isla en dos, la norte, más poblada y frondosa, y la sur, montañosa y árida. Destaca por la arquitectura tradicional, su rica tradición folklórica y la gran alternancia de paisajes, de grandes playas arenosas, rocas escarpadas, calas pintorescas, cuevas marinas con aguas cristalinas, una naturaleza exuberante y localidades históricas.

Quizá todos somos como Skyros, mitad alegres, mitad tristes… Siempre rodeados por los brazos del mar… Y sobre la arena bailan las Tres Gracias entrelazadas, más una cuarta figura invisible, pero tan real como las demás... quizá el cuarto es uno mismo escapándose del abrazo de esa sirena que nos ayuda a morir para estar vivos, y nos empuja en el último momento hacia la superficie, para aparecer desnudo junto a las costas de Skyros…

El miedo a veces nos asusta simplemente por su posibilidad, o por tendencia, no porque suceda algo real. Es en esos casos cuando se actúa con una fuerza especial, por prevención, para que algo imaginado no suceda, porque está en nuestras manos evitarlo. Es necesario compensar la siempre vaga y lejana idea de la muerte con el nunca suficientemente valorado hecho de estar vivos. Y es la incertidumbre y la confusión quienes precisamente aportan, al menos inicialmente, más claridad, más firmeza en la acción, el valor de respirar una y otra vez automáticamente, durante siglos si es preciso. 

El miedo es un espejo, un espíritu y una sombra, todo a la vez, que nos envuelve en su narcótico baile y nos transporta a una lejana isla perdida, de la que únicamente podremos escapar con la ayuda de una misteriosa sirena... 


jueves, 24 de febrero de 2011

Ensoñación


En la calle Aristide Briand, esquina con Camot, se encuentra el Café de Batignolles, con una decoración reciente, sin embargo mantiene cierto sabor tradicional, cierto buque, que le dota de una ambientación agradable, en cuanto a entorno, y también a lo que llamaríamos atmósfera. El suelo de tarima, los cristales acidados y esa sempiterna niebla parisina, fina y delgada son el complemento por el que el Batignolles puede ser la resultante de lo evocador y lo genuinamente parisino. Esa mañana sin ser muy diferente si tenía cierto aire especial, sería el compás de la tarima cuando dos son los componentes, el cuero de los zapatos y el taco de goma de las muletas; café y dos tostadas, el camarero no se llamaba Bertrán, se llama Karín, eso me gusta mucho de la laica Francia, eso y que el día de nochevieja el metro sea gratis toda la noche hasta el midi del día uno. Cierto grado de humedad, el ronroneo de las conversaciones en las distintas mesas con el repicar de las cucharillas, o tal vez el no pertenecer a este horario, el no ajustar ese maldito reloj de arena que tiene que marcar almuerzos a las doce y cenas a las siete, pero había un aire especial. Juliette se retrasa, habrá perdido el metro de las 8.40, tampoco es una novedad, ayer casi no llegamos a la filmoteque y se supone que yo soy el lento, pero todo lo suple con el encanto de sus grandes ojos azules, y sobre todo, esa mezcla espontánea de las dos partes del Pirineo, aunque confieso que ese culto a la impuntualidad me molesta, no pienso decirle nada –si no es estrictamente necesario – por lo demás es encantadora.

No hay mucha gente en el Batignolles, pero si la suficiente para que la banda sonora de todas las conversaciones, sirva de un acompañamiento en absoluto estridente, más al contrario, agradable, debo concluir que me gusta.
 Karin no tiene los ojos grandes (el también es resultado de dos mezclas interesantes), pero salvo una piel brillante, nada más destaca en apariencia, tiene una sonrisa muy agradable y es atento, eso es de agradecer, puntualmente pone el café sobre la mesa y las tostadas. El pan francés es adorable, tiene ese punto de sabor, ese crujir en tu boca, que te hace afrontar el día con buen humor, no hablemos de la mantequilla he recuperado viejas costumbres, no me he resistido a dividir la pequeña porción en cuatro partes, primero una, cuando se termine, las demás – he de advertir a Juliette- su retraso empieza a ser considerable.



Con el paso de los minutos, algo me devuelve a la noche anterior, es un titular de Le Monde, Parisiens peu de sommeil (Los parisinos duermen poco), intento analizar las razones. ¡Que novedad!, yo analizándolo todo, me doy cuenta que duermo bien, que duermo cuando todo está oscuro, pero que soy adicto a la ensoñación, quizás a un sueño concreto. Ese sueño que suele comenzar con un abrazo, que suele continuar con un susurro y que no termina, porque cuando hay una trama felina, no hay final, es como una circunferencia hermosa, todo retorna a un principio y a mi me da por no analizar nada. En ese plano diferente espero la entrega, la cierta rendición consciente que algunas serán las condiciones, la calidez que cada momento sustenta un lecho de certezas y destruye una pared de conjeturas. Hay otros sueños, me han hablado de ellos incluso he estado alguna vez allí, suelo visitar salones y torres, pero en este hay una llama que al arder torna oscuro todo el perímetro, como custodiando la pasión que allí se enciende, tal vez hace tiempo empecé otro libro y ahora estoy dispuesto a retomar más capítulos, aunque toda ayuda es buena.

El café está buenísimo, he concluido con el minúsculo cuadrado de mantequilla, puedo continuar. Pensando en la noche, no me he dado cuenta que el Batignolles se ha llenado de gente, bueno en realidad son dos  o tres personas más, a simple vista me parecieron muchas. ¡Por fin llega Juliette !. Entramos en el clásico, « que si he perdido el metro de las ocho cuarenta », « que si tenía un zapato con rozaduras », eso y sus grandes ojos azules.

¿Te gustó la película ?,..... sí  mucho, ya sabes que soy un Vampiro con muletas, rindo culto a Nosferatu y al pianista, más al pianista por la parte terrenal....... ¿Qué deseo le pedirías al Vampiro ?.....Creo que volver a bucear, es lo que más me seduce, pero el Vampiro ya ves en que convierte el barco. Yo también era ese barco, pero no se si estos son los astilleros adecuados, pienso que me equivoco no eligiendo el mediterráneo.


¡Me encanta tu camisa!. Confieso que miré a Juliette con cierto desden ; como no le iba a gustar, me la compré con ella y confieso que no era la elección que más me apetecía, pero la ciudad tiene armas poderosas, y hasta que se descubren, pasa el tiempo y te compras una camisa de cuadros malvas y azules, eso si, de Yves Saint-Laurent no es Rabane ni Dior, ni tampoco Adolfo Domínguez. Es Yves Saint-Laurent. Juliette me propuso ir a comer cerca de los jardines de Luxemburgo, en realidad, íbamos a ver una exposición sobre Haussmann a la Escuela de Arquitectura, estaba cerca.

¡ Quiero un sitio tranquilo !, donde podamos hablar sin ruidos, y ya sabes que no me agradan en exceso los italianos, ¡ah ! y luego me gustaría que viéramos la Librería de Mézieres, el otro día fuimos a ver la tienda de alfombras y no nos dio tiempo. Juliette cambió la mirada, sus ojos azules, incluso en un primer destello parecían grises, de  repente cambió el gesto, su reflejo no era ya un gesto de enfado como percibía segundos antes, puso esa cara de gran dama, tan familiar, que me ha acompañado casi toda mi vida y con una firmeza templada se limitó a decir : ¡En ocasiones eres tan versallesco Jorge !

Jorge

miércoles, 23 de febrero de 2011

Oscuridad


Una mañana despertarás con una extraña sensación. 

Descubrirás que tu cama se mueve, se balancea ligeramente. Al principio te marearás, te sentirás desorientado. Abrirás los ojos para descubrir la oscuridad. No te asustará, por supuesto. No sólo estarás desde hace siglos acostumbrado a ella, sino que a ti te gustará, te reconfortará, porque de la oscuridad nace todo. La oscuridad no es un sumidero, porque la oscuridad representa cualquier cosa. La luz ciega, hace daño, mientras que la oscuridad te envuelve... pero sólo si ella quiere, tú no mandas sobre ella, es ella la que decide. Y si ella te rodea, nunca lo hace de manera agresiva, siempre lo hace seduciendo sutilmente. La luz dibuja contornos, formas, colores. Su discurso es claro y objetivo, es lo que es, no hay más. La oscuridad es ambigua, llena de interpretaciones, de sabores, de recuerdos. Los que tú quieras.

La luz es el cuadro. La oscuridad es el lienzo.

No podemos cambiar lo que vemos, pero sí que podemos cambiar lo que todavía no vemos. O al menos intentarlo. A veces pienso que la palabra intento debería ser, en determinados contextos, sinónimo de imaginación. O de ilusión. O de amor.

La oscuridad es una niebla con personalidad propia. Y tú entonces serás como el ciego, que se siente seguro en la oscuridad, porque se acostumbrará a ella, porque no le quedará más remedio, y hasta le sacará partido. Aunque en tu caso no será por obligación, sino por una mezcla de juego y consentimiento. Ya me contarás otro día qué pacto hiciste con (o contra) la oscuridad.

Entonces, todavía tumbado en tu extraña cama, extenderás la mano hacia ella, hacia la oscuridad. Te gustaría acariciarla despacio, pero no lo conseguirás. Porque en cuanto muevas tu mano hacia el techo, chocará contra algo extraño, frío y duro, que en principio no reconocerás. Lo palparás, tendrá el rotundo tacto de la madera, sonará como la madera, olerá a madera. Pensarás que estás encerrado en una especie de ataúd, empujarás asustado la tapa con fuerza y algo de rabia (tú y tu inconformismo), verás que te cuesta abrirla, pero notarás que poco a poco cede lentamente, y que cuando lo logres, de repente un poderoso rayo de luz te cegará...

Porque no estarás en un ataúd, ni habrá tapa alguna que levantar. Será un armario. Estarás en el mismo armario en el que se guardan todos los recuerdos de tu infancia. Un armario que estará flotando abandonado sobre el mar. Fue el balanceo de las olas tu despertador. Y será la puerta del armario la que habrás abierto golpeando al mar con un sonoro chapoteo, muy parecido al de una bofetada. 

Sí, tú flotarás en tu armario sobre el mar. Flotarás como tu mano. Porque será tu mano la que flote, no la mía. Apoyado en el armario, la dejarás caer sobre el mar, pero no toda ella, sólo los dedos. Las olas subirán y bajaran muy levemente durante horas, el mar estará calmadísimo, te lo garantizo, y apenas notarás las variaciones del nivel del agua en tus dedos, pero ahí estarán, créeme. 

Y eso a ti siempre te ha gustado, estoy seguro.

Entonces mirarás al horizonte, cerrarás los ojos para recuperar la oscuridad y te dejarás llevar, navegando en tu armario sobre el infinito. 

Y sin saber por qué, serás feliz cuando llegue la noche. Porque los colores previos del ocaso son majestuosos, soberbios, continuamente dicen "estoy aquí". Pero luego llegará la noche, y la luna se burlará de los colores del día. Porque lo que prometía ser eterno desaparecerá en un instante. Y porque, ¿acaso no tendrá más valor una pequeña fuente de luz en medio de la negrura, que otra inmensa gobernando los cielos durante el día? Verás. Verás como en unos minutos la sangre del ocaso, que juró quedarse para siempre sobre el cielo, se habrá esfumado. Porque habrá llegado ella: la noche, la oscuridad, la negrura. La verdadera Emperatriz del cielo. 

De ese cielo que tanto amas. 

De ese mismo cielo... que yo también amo.

Lo reconozco.



lunes, 7 de febrero de 2011

Delirio


No me gusta viajar porque me da miedo que todo lo que conozco haya desaparecido al volver. La solución sería viajar eternamente, no volver nunca (o quizá sería precisamente un eterno retorno), pero yo ya tengo raíces echadas, la mayoría de ellas sin querer, y como animal racional-pasional que soy, no puedo deshacerme de las raíces aunque quiera. Soy muchas cosas, pero no un árbol andante.

Prefiero descubrir los detalles de lo que tengo cerca. Siempre hay otro detalle nuevo, a veces la rutina -palabra denostadísima y prostituida hasta la saciedad- es esa flor que sostiene el enamorado, deshojándola para saber si su amada le quiere o no le quiere, solo que con la rutina pasa que hay infinitos pétalos y nunca sabes la respuesta, y eso no sé si es bueno, pero a veces es entretenido no tener la certeza de algo. Ése es justo el problema, que la gente confunde "rutina" con "certeza".

Mucha gente que viaja no conoce lo más próximo, es más, muchos presuntos viajeros ni siquiera se conocen a sí mismos. Y al fin y al cabo el alma es algo de lo que no nos podemos alejar, por mucho que viajemos. No obstante, viajar te da una valiosísima visión general de las cosas, eso es cierto, aunque mi método es más bien ir de lo particular a lo general (aún estoy en la primera fase), mientras que otros optan por ir de lo general a lo particular (¡ya verán la que les espera, ya!).

Cuenta la leyenda (mentira, lo cuento yo, pero queda más prosaico) que existe un palacio de alabastro construido en la cima de una montaña en algún lugar del mundo. Está situado en una isla en medio del Océano, en algún lugar entre el archipiélago europeo-asiático-africano y esa enorme isla llamada América. O no. El caso es que sólo puede ser visitado en sueños, pues únicamente puede entrarse en dicho palacio cuando uno no desea hacerlo, cuando se le ha olvidado cómo llegar, y de sobra es sabido que olvidar -como amar- es algo totalmente involuntario. Por algo será.

Una vez llegas allí, te recibe la Guardiana. Es una mujer anciana que te abre cada una de las estancias del palacio si lo deseas, o al menos eso creo, porque nunca le he dicho que lo haga. Lo sé porque de su cintura cuelga un llavero que tintinea rítmicamente a cada paso que da, y ésa es otra cosa que no entiendo, porque cuando ella camina, no se mueven sus piernas. Su falda es tan larga que no se le ven los pies, y sin embargo nunca he visto que se la pise. Ella se limita a deslizarse, pero qué más da eso ahora...

El caso es que en el palacio hay una torre, y desde la cima de la torre pueden verse a la vez todos los amaneceres y atardeceres que quieras. De pequeño, cuando iba allí, miraba ansioso al horizonte y luego corría al otro extremo de la torre para asomarme al otro lado, porque pensaba que cuando el sol se escondía, aparecía al instante por el otro lado del mundo. Sí, yo era de esos niños que ninguneaba la luna, quizá por eso ahora la venero, aunque ella siempre haga como si le diera igual, y por eso me gusta tanto. Al Sol hay que serle fiel, a la Luna hay que amarla. Es diferente.

Cuentra otra leyenda (lo sé, no he acabado la primera, pero ya veréis, de momento dejadme hablar), que en una calle de París, en algún lugar entre las calles Anatole France y Voltaire, vive el Mensajero. Tú hablas con él, o le miras, o le escuchas, y parece una persona normal, con sus ojos y sus deseos y sus heridas, pero no lo es. Porque el Mensajero tiene varios relojes de arena internos a los que da vueltas aunque nunca acaben de vaciarse, porque de vez en cuando le sorprendo en ese gesto tan felino de revolverse y morderte en mitad de una caricia, porque es elegante hablando hasta el punto de aturdir (elegante en el sentido de tener estilo propio y muy bien definido), pero sobre todo porque, sabedor de su bagaje, a él, en cierto modo, no le hace falta viajar. Le pasa como a mí.

Coincidimos hace poco -nada- en una velada en el palacio. Me sorprendió verle en la azotea de la torre.

"¿Qué haces aquí?", le pregunté.

"Nada, o esperarte. Es lo mismo", dijo.

La Guardiana, que me había conducido hasta la azotea, agachó entonces la cabeza y comprendió que queríamos estar solos. Se limitó a desplazarse (emplear la palabra "andar" sería abusar del verbo) hacia una mesa cercana y verter en dos vasos -que ni siquiera llegamos a tocar- el contenido de un frasco de cristal. Dejo en vuestra mente adivinar quién cogió qué vaso.



"Deseo tanto que llueva", me dijo el Mensajero. "Tanto..."

Le iba a preguntar por qué, pero me pareció tan absurdo, que me limité a mirar donde él miraba, cosa que todos hacemos a menudo, no sé muy bien por qué. Cuando alguien está triste, miramos donde él mira, quizá para comprenderle y compartir su dolor, pero en realidad deberíamos mirarle fijamente, penetrarle con la mirada, hacer que arda su dolor por dentro, como esos intensos rayos de luz que, dirigidos durante un tiempo hacia el mismo punto, provocan, a base de ser plastas y pesados, esa clase de llama que todo lo revoluciona sin el menor rastro de piedad. Así pues, me equivoqué y no le miré a él sino al horizonte, donde justo en ese instante el Sol desaparecía, como cada día, como cada noche.

Entonces pensé que de niño, en esa situación, me habría dado la vuelta al instante y habría corrido en busca del otro Sol. Pero ya no era un niño, y además....

Y además, me di cuenta que aquel había sido el final del último día de la Historia de la Humanidad.



Pierde la vida
su manto azabache
sobre tu alma